El progreso es la obra de los descontentos. Esta máxima puede ser norma de vida. Pero hay que entenderla para aplicarla de modo inteligente y evitar que se convierta en incitación al sacrificio inútil y la lucha estéril. El descontento es fuente de progreso si se basa en un porqué y un para qué, si parte de un principio racional y una finalidad éticos. Ser y estar descontento comporta una decisión y una actitud vital inteligentes, no un desahogo simplista e infructuoso, que suele originar retroceso, además de los daños propios de las acciones alocadas, primitivas, violentas, vacías de argumentación y de motivos respetables y convincentes.
Que protestar es un derecho en una sociedad abierta, en una democracia liberal, que no en un sistema totalitario, por supuesto que sí. Pero un derecho que tiene, como tal, un contenido valorativo. La protesta del menor caprichoso y malcriado no puede compararse con la del individuo autónomo, que ha alcanzado la mayoría de edad, que se ha ganado la facultad de ser libre y escoger lo que deba hacerse, no aquello a lo que lo empujen los resabios, los sentimientos y emociones alborotados, los consejos malintencionados de compañeros o tutores habituados a manipular, a lavar cerebros, a forzar conciencias apoyados en el poder que se arrogan por su jerarquía formal en la orientación o la docencia, desde la primaria hasta la vida en la universidad.
Cómo se nota, con motivo de tantas y tan enredadas formas de protesta de estos días, que falta aprender a protestar. La vergonzosa descalificación internacional en las pruebas Pisa, que relega a Colombia a la premodernidad, se explica en parte por las graves deficiencias en comprensión de lectura: En este país se leen y se graban titulares, se cree en falsas noticias y versiones tendenciosas, se cambian verdades por mentiras. El malestar, el descontento, no pasa de ser un estado confuso de ánimo, cuyas causas y consecuencias no se interpretan, porque rara vez se procura ir más allá de la representación insustancial, superficial e inmediatista de la catarata de los hechos vaciada por una forma de periodismo cada vez más proclive a envilecer esta profesión entrañable, si se contamina al confundirse con las cañerías por las que corren y suben las aguas turbias de las llamadas redes sociales.
Aprender a protestar nos toca a todos. Educar para que la protesta no sea la validación del error, la insensatez y la mentira, es punto esencial de las responsabilidades éticas inherentes a todo el sistema educativo. Incluidos los medios periodísticos y los periodistas. Educar, para que la obra de los descontentos y constructores de un mundo mejor no se malogre por la malicia y la mala fe de manipuladores tenebrosos e irresponsables.