¿Qué sería de las marchas y concentraciones sin el arte? Antiguamente los actos de protesta eran fúnebres filas que recitaban consignas congeladas desde cuando los teóricos revolucionarios las inventaron. Nombraban mucho la muerte: “liberación o muerte”, “patria o muerte”, “por nuestros muertos, ni un minuto de silencio”. Parecían enterrar algo o a alguien.
Lo peor sucedía en la plaza principal donde se aglomeraba el caudal sudoroso. Desde la tarima se vertían himnos desangelados o cantos argentinos de protesta. Luego sonaban los discursos hasta el crepúsculo. Veintejulieros, pero al revés. En lugar de alabanzas a los libertadores de la patria, difundían un verbo rudo contra el establecimiento.
Poco antes de su asesinato, J. E. Gaitán condimentó con teatro la inmortal Marcha del Silencio. De noche entre antorchas mudas los bogotanos llenaron las calles, la luz temblorosa impactó más que mil palabras. La lamentación gaitanista permaneció en las retinas del país porque tuvo escenografía y dramaturgia. Tuvo arte.
Tal vez esa marcha fue preludio de las actuales manifestaciones, abundantes en las distintas lenguas del arte. A fines de 2019 aparecieron los tambores titánicos. Son bandas de percusionistas que tocan con todo el cuerpo, se mecen rítmicamente, alzan los brazos y agitan las baquetas para que el sonido alcance el cielo. Sorprenden las tamboreras porque sostienen la misma danza recia que sus colegas hombres.
Más que lemas prefijados, se vociferan coros de canciones que pronto se vuelven mantras. Estos tienen ingenio, rehuyen el lugar común, son poesía en tránsito. La pintura corporal acompaña al vestuario, escudado de camisetas con frases llenas de ironía y exaltación. La bandera nacional ha sido invertida en sus colores, de modo que el rojo sangre presida. Se enarbola o se viste como ruana.
Los responsables de esta irrupción de fábula y belleza en las concentraciones de protesta son los jóvenes. Las graban en sus videos portátiles y luego las convierten en cortos documentales con bandas sonoras poderosas. O mezclan con osadía la prosopopeya del himno nacional con una vieja tonada de agitación, entregando desde Medellín un himno “deconstruido” que suena como notable pieza de orquesta sinfónica