Los habitantes de los diez municipios del Valle de Aburrá, unos cuatro millones de personas, vivimos en 173 km cuadrados. Si repartiéramos ese espacio nos tocaría algo así como 45 metros cuadrados a cada uno, el equivalente a un apartaestudio, pero para el esparcimiento solo contamos con ocho baldosas. En contraposición a esta asfixiante realidad existe Arví, una enorme reserva ecoturística que nos ofrece, además de contacto directo con la naturaleza en todo su esplendor, visitas guiadas a vestigios históricos que se han encontrado en el parque y que constituyen parte del patrimonio arqueológico regional.
Más allá de las ruinas que quedan, tal vez pequeñas al ojo, pero inmensas para la historia, lo mejor de recorrer esos viejos caminos es imaginarse la vida de quienes allí habitaban en tiempos remotos. ¿No les pasa, cuando visitan Santa Fe de Antioquia, por ejemplo, que sienten que de las viejas casas patrimoniales podría salir en cualquier momento un esclavo con sus pies descalzos y con huellas de cansancio hasta en la mirada? A mí sí. Y no solo lo imagino, sino que en las noches hasta puedo sentir que por las calles pasean las almas errantes, no sé si en pena, de quienes nos antecedieron y construyeron nuestro patrimonio material y cultural, que muchos creen que brotó del suelo, como la hierba.
En Arví, observando la réplica de un tambo circular sin divisiones, que a falta de boñiga y cagajón construían con tierra y helecho, donde cocinaban, comían y dormían los indios, me parece verlos con su paso afanado recorriendo los 54 kilómetros de senderos ancestrales de este territorio. No se sabe a ciencia cierta si los hicieron ellos en tiempos prehispánicos o los españoles durante la Colonia, pero sí que mucho antes de la Conquista, por el valle de Aburrá cruzaba una red de caminos que usaban para desplazarse hacia todos los puntos cardinales del país, a pie limpio. ¡Imagínense las distancias recorridas!
A los indios de Arví no les cayeron limones del cielo para hacer limonada, pero sí agua salada. Aunque no es muy conocido, el agua subterránea del valle de Aburrá contiene sal en concentraciones mayores a las del agua de mar, y varias quebradas en sus laderas son salobres. Los indígenas calentaban el agua en vasijas de barro hasta evaporarla y obtenían unas bolas de sal (llamadas panes) que usaban para sus alimentos y también como moneda para comerciar con los pueblos vecinos, de quienes recibían carne de animales de monte, telas, maderas finas y algunas plumas y caracoles que usaban como adorno.
Recorrer estos senderos y conocer los restos arqueológicos nos ayuda a entender un poco más nuestras raíces y saber cómo vivían nuestros antecesores antes de la llegada de los conquistadores, que terminaron destruyéndoles su cultura y sus costumbres, y aniquilándolos a ellos también.
Arví es como la finca de todos. Un santuario de paz con olor a tierra y lleno de historia, ideal para descansar de los afanes citadinos y recargar energías para volver al mundo que, allá abajo, parece caerse a problemas.