Encumbrado en una falda de la sierra de Aburrá, a pocos kilómetros del municipio de Barbosa y a unos cuantos más de la luminosa ciudad de Medellín, he encontrado mi pequeño “paraíso terrestre”, para habitarla, descubrir lo que me falta todavía por conocerme y volver a amar.
Llegué dos años atrás, y desde esa primera visita a esta maravillosa tierra he vuelto una y otra vez sin poder apartármela del cuerpo y del espíritu, como si hubiera estado siempre dibujada de absoluto para mí. Es cierto, nunca he creído plenamente en el destino, sin embargo, permítanme esbozar esta retórica comparación, que quizá en el futuro me devele esta nueva y eventual duda existencial.
También, no se crea que llego a este magnífico escenario tropical por no tener patria ni arraigo, todo lo contrario, amo y soy mi tierra lejana y fría, allá en el Austro; amo mis lagos prístinos, mis caudalosos ríos que bajan cabalgando bravíos desde la cordillera al Pacífico; amo también lo que me dio, sus particularidades, sus circunstancias y todo lo que he vivido; amo a mis hijos que la recorren hoy por mí, amo todas sus estaciones que me vieran feliz en el viaje de la vida, el honor de haber nacido y de haber crecido en su lárica realidad (reminiscencias del pasado vivido).
En fin... Lo que sucede, es que me he enamorado de esta tierra antioqueña, verde y ardiente, olor a excitante café y frescas mandarinas, a sus ondulantes féminas serranías, a su cielo electrificado, a sus inflorescencias, a caminar distendido por el bulevar de Junín o a descubrir una nueva y singular perspectiva de la vida en la Plaza Botero.
No sé por qué ando siempre con el corazón henchido; sin duda que esta condición me regala la oportunidad de permear todos los estímulos que me brinda esta singular estancia bajo las arboladas acuarelas de la selva antioqueña, y vuelvo a ser un sujeto fenomenológico, a saciarme con los sentidos y a recorrer las infinitas mocedades de esta hermosa tierra.
Pues bien, ahora sé por qué hay espacios e instantes en donde mi cuerpo y mi espíritu se colman de sensaciones, desbordándome como un río cordillerano de mi Patria: mis manos se encienden, mi estómago se ahonda y mis costillas se levantan, parpadeo más de la cuenta, los colores me bañan con sus espléndidas temperaturas, irradio, suspiro, huelo hasta la última humedad, escucho deslizarse la hierba, me conmuevo fácilmente, me afiebra la enfermedad de ser feliz.
Y en este tránsito de ir y venir, de saciarme en mi Antioquia bien amada, de conocer y reconocer a su gente hermosa, gente tan granada, de sentir que me aprecian como a un paisa, y que además como obsequio para mi alma viajera me entrega a una de sus hijas predilectas, aquella mujer que amo, arrancan estas palabras de infinita gratitud.
* Ciudadano chileno.