Por Armando Estrada Villa
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La polarización es el rasgo más evidente de nuestra vida política. En medio de oposiciones bilaterales y excluyentes y una lucha radical no por motivos empíricos o pragmáticos, sino por razones ideológicas y en que cada bando cree poseer la verdad y que solo sus propias ideas o decisiones son válidas, transcurre nuestro ejercicio político, administrativo y judicial.
Con orientaciones contrapuestas, en la antinomia amigo-enemigo, el discurso de nuestros dirigentes se caracteriza por la virulencia verbal y la agresividad. El proceso de paz y la JEP, la erradicación de los plantíos de coca, el caso Santrich, en fin, el asesinato de líderes sociales, provocan enfrentamientos en los que no se argumenta contra ideas, sino contra personas y las palabras sirven para descalificar, acusar, insultar e injuriar.
La polarización en que están trenzados las cabezas del gobierno y de la oposición, congresistas, columnistas, líderes de opinión y magistrados, obstruye el espacio a la crítica y a la autocrítica. Por ello, cualquier reparo que se formule, acertado o no, es calificado como actividad conspiratoria del adversario y defensora de intereses perversos, con lo que se busca someter al discrepante y reducirlo al estado de irrelevancia.
Nuestros dirigentes se niegan a escuchar. Nadie atiende a la refutación de sus ideas. Las convierten en dogmas. Se radicalizan en ellas y clausuran la discusión. Nadie es capaz de detenerse a mirar si lo que piensa es correcto y le conviene al país y, menos aún, si lo que dice el contradictor es razonable. Se olvidan que toda argumentación política es siempre controvertible.
Encasillados en sus ideas consideran que lo que han hecho, hacen y piensan es impecable y no admiten la posibilidad de estar equivocados o de haber cometido un error. Partidos, Gobierno, Congreso, cortes acomodados en sus convicciones y satisfechos con sus decisiones no se detienen a observar sus efectos, muchos de ellos perjudiciales para la nación.
Frente al enjuiciamiento de Santrich, el partido de las Farc no acepta que este pudo equivocarse y estima que es una conspiración de la DEA; frente a las observaciones a la economía del gerente del Banco de la República, el ministro de Hacienda no admite que puede haber fallas en la información o en su manejo y acude a la descalificación de los juicios del gerente; frente a los informes del New York Times y El País de España, ministro de Defensa y altos mandos militares no admiten que estos periódicos pueden tener algo de razón, sino que los desconocen y consideran que su propósito es desprestigiar las Fuerzas Armadas; frente al fracaso en el Congreso del proyecto contra la corrupción, ninguna persona acepta ser culpable. Nadie es capaz de asumir sus equivocaciones, admitir responsabilidad y se culpa de todo a los demás
En este ambiente, aumenta el desempleo, crece la inseguridad, la lucha contra la pobreza retrocede, el pesimismo se generaliza, se desacreditan instituciones y políticos y la polarización se intensifica.
Como la mayor responsabilidad sobre esta situación la tienen los dirigentes, hay que invitarlos a reflexionar, a criticar sus actos, a evaluar sus comportamientos y a juzgar sus actuaciones. Convocarlos a que acepten sus errores, indaguen sus causas y busquen los medios para enmendarlos y así corregir el rumbo.