Por Juan David Ramírez Correa
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La historia de Colombia dice que hay un gusto particular por los caminos sinuosos, esos que cuando se complican llenan de dolor y desolación. Los días tan dantescos que acabamos de vivir son el mejor ejemplo y dejan algo muy claro: Nos gusta pisar espinas y pararnos sobre carbones calientes.
El Gobierno se metió por la zona más oscura de la ruta, la de ir contra la gente mostrando poca sindéresis entre la necesidad fiscal (que es innegable) y la realidad de un pueblo afligido por las carencias, agobiado y, sobre todo, falto de esperanza.
Pero también están los porfiados que les fallaron a la protesta social -que es legítima- y optaron por sacar lo peor que tiene este país: cohabitar con la violencia. Eso de que toda revolución tiene su cuota de violencia, hace parte de un romanticismo trasnochado. En Colombia vivimos una lógica de espiral donde todo acto violento conllevará a otro más rabioso y visceral y, atención, no sabemos parar.
Hoy, hablamos de un daño colateral que, más allá de lo material, profundiza la rabia y el dolor. ¡Eso sí es pura violencia! Luego de las protestas escuché a un emprendedor, tan trabajador como usted o yo. Le destruyeron y saquearon su negocio, un pequeño café. El hombre, con voz entrecortada, decía que no le quedaba más opción que “salir” de uno de sus trabajadores para costear los daños.
A la larga, la protesta social se anotó su punto. No lo digo en tono irónico. Por más que lograran tumbar el proyecto de reforma política, el país perdió. Con los actos vividos se profundizó el dolor colectivo haciendo que la desconfianza ganara puntos ¿A quién creerle? Muchos estarán pensando así.
Loable por parte del Gobierno corregir, así sea un tanto tarde. Escuchar la voz de los inconformes, de los que marcharon, es el deber ser. Eso también demuestra que la institucionalidad, abierta y democrática, aún rige en el país. No olvidemos que necesitamos institucionalidad consciente y voluntariosa. Solo así recuperaremos ocho años que retrocedimos en materia de progreso.
Ahora viene un proceso de consenso que sí o sí tendrá que derivar en una voluntad mancomunada para solventar una crisis social honda, donde se modere el apretón de cuellos para que talle y no ahorque, así suene grotesco. Quizás es el momento para luchar contra el verdadero cáncer que aflige a este país: la corrupción.
La pregunta de fondo es: ¿qué hacemos con los que están detrás de los desmanes? No me refiero a los encapuchados, hablo de los que movieron los hilos y se mueren de las ganas de capitalizar el caos en favor de sus intereses políticos. Los que se aprovechan de la indignación de la gente. Tipos que solo piensan en el poder a como dé lugar. Esos son los que merecen todo el rechazo.
Encarrilar al país lejos de los caminos sinuosos, esa es la tarea. Ya no más ruta sangrientas y dolorosas, que no van para ninguna parte