Soy consciente del cariño que mi gran amigo Juan de la Ermita les profesa a los animales domésticos, muy en especial a los perros. Hay que ver cómo los mima, los apoya y siente su amable compañía en el campo. Hecha la aclaración, transcribo el mensaje que me envió ayer por whatsapp:
“Suelo ocupar uno de los puestos más codiciados de la ciudad, frente a la entrada del Éxito de Unicentro en la plazoleta de las escaleras eléctricas, donde nos sentamos los viejitos a esperar que las señoras salgan de mercar armadas de paquetes. El viernes repetía esa rutina semanal. A mi derecha se acomodaron un señor y dos niños acompañados de un noble perro labrador negro. A mi izquierda, se sentó una señora que sostenía una simpática perrita fox terrier ataviada con un chalequillo navideño. Las dos mascotas muy pronto se hicieron amigas y empezaron a retozar, conmigo en la mitad, con la complacencia de sus respectivos familiares humanos. Aunque al principio toleré mi virtual acorralamiento, pronto comprobé que ni para los sujetadores de los dos nuevos amiguitos ni para ellos mismos merecía consideración alguna mi presencia inmóvil, como si yo fuera un mueble viejo”.
“Llegó un momento en que debí hacerles un legítimo y moderado reclamo a mis vecinos humanos por el comportamiento incomodador de los dos niños caninos. -Por favor, miren que yo estoy en el centro y los dos perritos me tienen cercado, les dije. El presunto hermano mayor, tío, primo o papá del labrador lo reconoció, se excusó y se retiró con sus acompañantes. En cambio, la señora hermana mayor, tía, prima o mamá de la coqueta perrita me acusó de ser enemigo de los animales, intolerante y anticuado y siguió ahí, como si nada”.
“El incidente se multiplica a toda hora y de variadas maneras en lugares públicos. Hasta el extremo de que no saludar con simpatía hasta al más gruñón y desafiante rottweiler que pasea sin bozal su hermano, tío, primo o papá humano es ya un acto antianimalista. Abstenerse de hacerle carantoñas a un siniestro pitbull que anda con su familiar humano por un parque repleto de niños bulliciosos, es prueba de intolerancia censurable por quienes tratan a las mascotas, incluidas las víboras, como sujetos de plenos derechos a los que no tienen por qué exigírseles ni siquiera mínimos deberes correlativos”.
“No exagero. Es la cruda realidad. Me encantan los perros. Pero no comparto la chifladura de homologarlos a los seres humanos, nombrarlos como hijos o hermanos perrunos, vestirlos con atuendos que los hacen sentir ridículos, atribuirles derechos de ciudadanía, etc. Está próximo el día en que las normas de urbanidad emergente nos obligarán a cederles el puesto a los familiares perrunos”.