Les escribo desde uno de los mayores epicentros de la pandemia del coronavirus en estos días. Se trata de Madrid, pero mañana podría ser Medellín o Bogotá. Creí que nunca escribiría esto, pero les reconozco que tengo miedo. No tanto por mí, que he vivido lo mío, sino por mis hijos y mi familia. Y no se trata tanto de la incidencia de la enfermedad en sí, cuyo índice de mortalidad está entre el 1 % y el 5 % de los casos, dependiendo de los estudios y de la capacidad sanitaria de cada país, sino porque aunque la ratio de supervivencia es enorme y en la mayoría de los casos el impacto del coronavirus se presume leve, hay casos extremadamente virulentos que no atienden a edades ni a patologías. Es decir, que aunque tenga usted 25 años, haga maratones todos los días y no le duela ni una muela, no está exento de peligro. Y, lo que es peor, la rapidez a la que se expande hace que debamos cortar radicalmente el contacto con gente. Porque en realidad, en ausencia de tratamiento y vacuna, el virus somos cada uno de nosotros. Potencialmente, al menos.
Como saben, en España cumplimos hoy el cuarto día de encierro desde que el Gobierno decretó el estado de alarma durante los quince días que permite la ley, aunque es seguro que se prorrogará al menos otros quince más. En definitiva que, en el mejor de los casos, Dios lo quiera, saldremos de nuestras casas a mediados de abril. Acojona, verdad. Pues lo firmaba ahora mismo. Aquí, como en Italia hemos perdido el tiempo. Hace solo una semana, la mayoría del gobierno español celebraba en las calles el Día de la Mujer como si no pasara nada. Hoy, como consecuencia, varios miembros del Ejecutivo, tanto socialistas como comunistas, están contagiados. También del resto de partidos. No hay nadie que se libre por nuestra estupidez. Porque por lo visto somos capaces de tropezar tres veces en la misma piedra, aunque nuestra vida dependa de ello. Por eso, les advierto, no es verdad que desconozcamos cómo se comporta el virus. Tenemos una bola de cristal con la que prevenir el futuro.
Porque no hay más que ver lo que ocurrió en China y en Corea del Sur. Y volver a mirar a Italia y, ahora, a España. Eso es lo que les espera. No lo duden. A no ser que alguien dé pronto con un tratamiento o con una vacuna. Y cuando digo pronto, me refiero a una semana.
España dispone de uno de los servicios sanitarios públicos más fuertes del mundo. A día de hoy, se encuentra al borde del colapso. Créanme, hay muchos casos que ya ni siquiera son diagnosticados. Tengo dos compañeros periodistas que llevan días con fiebre y tos seca enclaustrados en sus casas sin que nadie les haga pruebas. Porque mientras no presenten dificultades respiratorias severas nadie puede ir a un hospital. Ni público ni privado. Siguen trabajando, como un servidor, desde sus casas. Rezo por ellos y por todos nosotros para que juntos lo superemos.
No se estresen. No entren en pánico. No se arremolinen en los supermercados. El bicho asqueroso este se transmite casi por la mirada. Mantengan las distancias, lávense las manos cada cierto tiempo y estén tranquilos. Depende de nosotros. Porque ahora sabemos cómo derrotarlo. Con aislamiento e higiene. Lo repito: en último término el virus somos cada uno de nosotros. Métanse en sus casas. No viajen. No se muevan salvo que sea estrictamente necesario. Reduzcan sus contactos al mínimo. Cuiden de los mayores y de los niños, pero sin acercarse mucho. No es que no vayan a vencer al bicho, es que tienen el deber de no propagarlo. No tropiecen otra vez en la misma piedra. No pierdan el tiempo y, si Dios quiere, volveremos a vernos aquí el próximo martes. Será un honor y un gusto.