Lenín Moreno era el presidente que muchos ecuatorianos queríamos. Era la oportunidad de tener un líder conciliador, menos caciquil que su antecesor y comprometido con la transparencia.
Entre 2007 y 2017, el presidente Rafael Correa fue el jefe absoluto del país y dominaba casi toda la vida política ecuatoriana. Cuando llegó a la presidencia, Moreno tenía que liderar un gobierno de transición y lograr que el país no se derrumbara tras la gestión prolongada y controversial de Correa. Pero el balance ha sido desalentador.
Ahora, cuando Moreno entra en su último año en la presidencia, Ecuador enfrenta una recesión económica cuyos orígenes preceden al coronavirus (la economía decreció casi un 3 % durante el primer trimestre del año). También lidia con la pandemia que golpeó a la nación con especial dureza en abril y mayo: los centenares de muertos que se descomponían en contenedores o en las aceras de los barrios pobres de Guayaquil estarán en nuestra memoria por mucho tiempo. Además, están los escándalos de corrupción de miembros de su gobierno que compraron con sobreprecio hasta las bolsas para los cadáveres que murieron por la covid-19.
En este país endeudado, de luto y saqueado hay indignación.
Si aceptamos que la situación económica fue heredada del correísmo y que ningún país estaba preparado para la pandemia, algunos podrían salvar la gestión de Moreno. Pero nos quedan las cuentas pendientes para erradicar la corrupción.
El gobierno de Moreno no logró concretar que llegaran los funcionarios de las Naciones Unidas que iban a investigar los casos de corrupción y no se ha recuperado buena parte del dinero robado (35.000 millones de dólares, según la estimación de la Comisión Nacional Anticorrupción, un organismo que trabaja ad honorem desde los tiempos de Correa) y la Secretaría Anticorrupción, una entidad que él creó y tuvo una fugaz vida de quince meses, tuvo logros vagos.
Con Lenín Moreno tuvimos al presidente que queríamos en la teoría (conciliador y con un discurso comprometido con la democracia), pero no el líder que necesitábamos en la práctica para romper con el correísmo definitivamente.
En lugar de perseguir una agenda social tangible y realizable, Moreno ha buscado el apoyo de las élites económicas y empresariales y, en su acercamiento con el Fondo Monetario Internacional, aprobó legislaciones debatibles, como la ley para el fomento productivo, que perdonó tributos atrasados a las grandes corporaciones.
Y mientras la indignación aumenta, el presidente sigue presentando excusas. En mayo, en su último informe a la nación, dijo frases como: “Encontramos un Ecuador quebrado por diez años de despilfarro y corrupción” o “Tuvimos que restaurar el equilibrio democrático en un país dominado por el acaparamiento de poder, por el odio y la desesperanza”.
Ecuador celebrará elecciones, si la pandemia lo permite, en febrero de 2021. Todavía no se sabe quiénes buscarán la presidencia. Pero ojalá no llegue un personaje mesiánico que vuelva a capitalizar todo el descontento que existe ahora. Ya pasamos por eso con Correa y la democracia ecuatoriana sufrió. Sin embargo, tampoco deberíamos optar por un mandatario con más justificaciones que resultados.
Si no quiere salir por la puerta chica de la historia ecuatoriana, Moreno debe aprovechar estos últimos meses para ser autocrítico, abrirse a la rendición de cuentas y ser efectivo.
Que gobierne pensando en la estabilidad de Ecuador con acciones bien diseñadas. Si estamos en un momento de austeridad, presidente Moreno, comprométase a reducir más los salarios dorados de algunos funcionarios, realice un estudio para ver cuánta burocracia es necesaria en el país, audite las empresas públicas y busque financiamiento externo con mejores condiciones: con la última renegociación de deuda, Ecuador estará endeudado hasta 2040.
Es inconcebible que las prioridades de Moreno en su último año sean las mínimas que cualquier gobierno debe garantizar: asegurar la salud, el empleo y la alimentación (también prometió conservar la dolarización). Pero las políticas para cumplir esas metas revelan una dosis preocupante de improvisación: formar médicos de barrio, dar créditos para el autoempleo, entregar kits de alimentos.
Presidente Moreno, hay que abrirse a un diálogo nacional y configurar un plan de país realista y específico. Debe escuchar a los expertos, a sus opositores y a los ciudadanos, no solo a los que defienden una cuota de poder o de riqueza. En esto se juega su legado histórico y también el futuro del país.