Hay culturas que no se tocan, que no se sienten, que se alejan por respeto. Cuando viví en Estados Unidos, una casualidad que ya he ido olvidando tanto como mi inglés, como la mujer que dejé allá, como los gatos, como la biblioteca que me hizo feliz todas las tardes, me sorprendía que cada que las coreanas, las japonesas, incluso las mismas norteamericanas, se topaban de casualidad con alguien en el ascensor, o en el supermercado, o donde fuera, pedían perdón como si hubieran ofendido a alguien, se ponían rojas, se alejaban después de decir ese fastidioso “ooophhss!”.
Yo me cuidaba mucho de no tocar a nadie, cosa difícil, yo que siempre he sido tan tocón, tan dispuesto a sentir al otro. Puedo decir que en Estados Unidos apenas fui yo un mínimo porcentaje porque a mí me resulta casi imposible conversar con alguien y no tocarle la rodilla, darle un abrazo de lado y cuando me despido, suelo dar un abrazo, más que con el cuerpo, con el corazón. ¿Y por qué lo hago? Porque así me criaron mis padres, mis tíos, que incluso hoy saludo de beso en la mejilla y los abrazo con mucho cariño. Abrazar para mí es algo natural, me fluye, me gusta darlos y sentirlos, detesto los abrazos impostados, las falsas cortesías, no sé por qué.
Todos necesitamos abrazos, sentir al otro, cortar de un tajo la vergüenza. Cuando la gente no se abraza se distancia y esa distancia genera, de entrada, una mala relación y unas sociedades tenebrosas. Por eso me pareció aterrador un artículo que leí esta semana en El País de España. El título es escalofriante: “Se compran amigos y abrazos: la epidemia de la soledad en EE. UU. ya es un negocio”. En el texto hablan de personas que cobran entre 7 y 21 dólares por acompañar a caminar a otra persona o hacen fiestas de abrazos donde cada asistente debe pagar 20 dólares para tocarse unos a otros sin intenciones sexuales. “El factor que define que una persona se sienta más o menos sola es la frecuencia con que sostiene relaciones personales cara a cara”, leo en el artículo, ahí está el meollo del asunto. Como seres humanos no podemos dejar de vernos. Si las sociedades se distancian nacen cosas que nos hacen temer hasta la locura, y luego pagar por afecto.
En Estados Unidos hay una epidemia de soledad, y me atrevería a decir que en el mundo eso empieza a sentirse. La solución a esto no son pijamadas donde uno paga para sentir, basta con aventarse a la vida real, a un café y preguntarle al otro cómo amaneció, decirle mucho gusto, dejar que seamos sencillamente humanos, abrazarlo porque sí. Y ya.