Una muy grave burla para el país es el contrato n.º 1043 de 2020 realizado entre el Fondo Único de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones y la Unión Temporal Centros Poblados Colombia 2020, por 1.072.552.301.475 pesos, para ampliar la cobertura de internet, sobre todo para estudiantes en regiones apartadas; el documento, el acta que anuncia su caducidad y la proposición de moción de censura contra la ministra de las TIC, Karen Abudinen Abuchaibe, hablan por sí solos. Desde luego, este episodio evoca la corrupción como un fenómeno cuya presencia se pierde en la noche de los tiempos y que hoy, en un mundo globalizado e integrado, es una manifestación con especiales dimensiones también entre nosotros. Por tal, se entiende el mal uso del poder para obtener beneficios privados; el concepto comprende tres elementos: la indebida utilización del poder, un poder encomendado (público o privado), y un beneficio particular, que no necesariamente se limita a beneficios personales, sino que puede incluir a miembros de la familia o a amigos.
Esas conductas se repiten cada día, pese a los esfuerzos de la Comunidad de Naciones para combatirlas mediante múltiples instrumentos: la Convención Interamericana contra la Corrupción de la Organización de los Estados Americanos (1996), la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (2003), la Convención Anticohecho de la OCDE (1997), la Convención Penal y Convención Civil sobre la Corrupción del Grupo de Estados Contra la Corrupción (GRECO, 1999), la Convención de la Unión Africana para prevenir y combatir la corrupción (2003), el Convenio Penal sobre Corrupción del Consejo de Europa (1999), el Convenio Civil sobre corrupción del Consejo de Europa (1999) y la Convención de las Naciones Unidas contra la delincuencia organizada transnacional (2000).
Parte de estos tratados han sido ratificados por el Estado y algunas autoridades dicen estar a la par de esas directrices, mientras hacen tentativas para estudiar el asunto y trazar estrategias; es más: en medio del actual proceso de inflación legislativa, ciertos legisladores se preocupan por expedir múltiples normativas con las que dicen perseguir el flagelo. Incluso, se emprenden cruzadas para denunciar hechos como el que hoy preocupa; por eso, han salido a la luz pública defraudaciones como las del Agroingreso Seguro; el Cartel de la contratación; el desfalco a la salud, el “saqueo de la Dian”; el asalto a Interbolsa; el negociado con los bienes sometidos a procesos de extinción de dominio; el apoderamiento de los dineros de las regalías; las ayudas para los damnificados de la ola invernal, el tornado de Providencia o la pandemia; el tráfico con las acciones de tutela en la Corte Constitucional; el caso Odebrecht y, ahora, este contrato de MinTic.
Pero estas campañas muestran seculares fracasos: los elevados niveles de descomposición existentes, la inflación normativa y el culto a lo simbólico y, añádase, la dramática ausencia de persecución penal. Colombia —donde la contratación estatal hace agua por todos lados— es un Estado fallido y, por eso, según las últimas mediciones de Transparencia Internacional, ocupa el lugar 92 entre 180 países y territorios. En cualquier caso, para emprender una lucha radical contra este azote se debería acudir a diversas herramientas: el combate frontal contra la pobreza y la injusticia, el fortalecimiento institucional, la construcción de una política de Estado integral, la prevención antes que la represión, el empleo de un derecho penal mínimo, una buena legislación que se aplique, la lucha contra la impunidad y, en fin, la erradicación de la burocracia administrativa.
Mientras tanto, con fétidos contratos como este es un despropósito afirmar que “el futuro digital es de todos” y, gracias a ellos, se introducen herramientas para educar a los jóvenes y niños —cuya causa sigue siendo una bandera electoral—, porque —como la Hidra de Lerna con su aliento tóxico y una prodigiosa capacidad de recuperar dos cabezas cuando se le corta una— este mal recorre al país de arriba a abajo