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corazón

Por ana cristina restrepo j.

redaccion@elcolombiano.com.co

Por una emergencia de salud, el 10 de abril quebranté el confinamiento riguroso que llevaba desde mucho antes de la orden nacional. El afuera, lejano y ajeno, confirmó mis sospechas sobre el confinamiento y nuestra relación con el sistema de salud.

En el lugar donde habita parte de mi corazón: casi de inmediato, llegan el médico y el paramédico del servicio de emergencias, nos explican con paciencia cada uno de sus actos durante la atención y cómo desinfectar el apartamento.

En el corazón de la ciudad: salgo antes que la ambulancia para adelantar el ingreso hospitalario. No sé para dónde voy, nos remiten a una clínica que no conozco –Google me informa que tiene 29 camas de cuidados intensivos y unidad de cardiología, eso me basta–, el sector es próximo a mi trabajo, reestablezco mi relación con el GPS. Circulan muchos carros para un Viernes Santo, demasiados para una cuarentena. Ni un policía. Paso por catorce semáforos, mendigos por doquier, sus tapabocas sucios, ojeras y mirada perdida parecen invisibles. Nadie determina su hambre, su miedo.

Una cuadra antes de llegar, el amarillo pasa a rojo, detengo la marcha, no hay otros carros: se acercan cinco hombres visiblemente drogados y armados con palos, uno de ellos me ofrece un dulce. En la BBC, el profesor de la Universidad de París VIII, Hamza Esmili ofreció una explicación sobre la burbuja de los estratos altos durante la cuarentena: “El confinamiento es un concepto burgués. La idea es que todos tengamos una casa individual, un poco burguesa, en la que podamos refugiarnos [...] Pero lo que veo en los barrios pobres no es para nada eso”. Describe el hacinamiento –en París, en Medellín...– en viviendas miserables, insalubres, inhabitables.

En el corazón de la clínica: soledad y limpieza; los lamentos de un anciano rompen el silencio en Urgencias. El portero lo ingresa en silla de ruedas después de haber sido atracado por tres hombres que le robaron el celular y la billetera; le golpearon la cabeza, todo el cuerpo.

Aunque tiene 46 camillas, estas Urgencias parecen desiertas: durante todo el día, sentimos el ingreso de otros tres pacientes, solo uno fue hospitalizado. Nadie se atreve a expulsar un pavoroso “cof, cof, cof” –huésped permanente de hospitales y conciertos de música clásica–, nadie pronuncia la voz maldita: coronavirus. No se oyen televisores, radios, celulares (¡aleluya!). La médica, la laboratorista y las enfermeras nos reciben ataviadas como astronautas; un especialista nos explica lo esencial: a este lugar remiten pacientes de otras clínicas más frecuentadas para prevenir contagios, las enfermeras rondan poco para evitar el contacto humano.

¿Dónde están los habituales espasmos musculares, guayabos y migrañas? ¿Y las comitivas de acompañantes? ¿Habremos entendido que el “personal de la salud” somos todos?

En el corazón mismo: el doctor Harlan M. Krumholz (Yale New Haven Hospital), escribió en The New York Times: “Lo sorprendente es que muchas de las emergencias han desaparecido. Los equipos de ataque cardíaco y accidente cerebrovascular, siempre preparados para apresurarse y salvar vidas, están en su mayoría inactivos [...] Mis colegas han compartido conmigo que sus consultas de cardiología se han reducido, excepto las relacionadas con covid-19”. Lo mismo dice el diario El Clarín, de Buenos Aires.

¿Y en mi ciudad...?

La vida continúa, la gente se sigue enfermando. Y 2,5 millones de corazones insisten en latir.

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