Todos quisiéramos llegar a viejos con la experiencia de los años vividos, pero con las facultades físicas y mentales intactas. ¡Cómo fuera la dicha! Pero no. No es así.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), en la década que transcurre el porcentaje de habitantes del planeta mayores de 60 años aumentará un 34 %. El mundo está envejeciendo y los países deben garantizar que sus sistemas de salud estén preparados para afrontar el cambio demográfico. Mmmm... Dudo que lo hagan, pero deberían, porque a más años, más barreras. La vida suele ser muy cruel y muy difícil para los viejos. (Y digo viejos con profundo respeto, que conste, solo que no me gustan los eufemismos, ¡qué cuentos de adulto mayor o tercera edad!).
El envejecimiento no tiene que ver solamente con los cambios biológicos, con perder masa muscular ni con aceptar la flacidez, así sea a regañadientes. Que empiecen a llegar los achaques, de a uno o en combo, es casi lo de menos. Lo peor es el deterioro cognitivo, el olvido de la palabra precisa, la razón en las nubes, los esfuerzos para las tareas físicas por mínimas que sean, sentirse en soledad por la muerte de amigos y parejas y perder la autonomía de la que tanto nos ufanamos.
Esto en la casa. Pero afuera la situación tampoco es mejor. Se evidencia fácilmente ante algo que debería ser tan sencillo como reclamar sus medicamentos en la EPS que lo atiende, frente a una empleada, a veces hostil, que le repite varias veces que los pida por WhatsApp. “¿Por dónde?”, pregunta mirando al vacío, como si le estuvieran hablando en coreano. No. No todos están en capacidad de usar aparatos electrónicos, muchos no pueden y otros no quieren. La señora del dispensario, a punto de estallar, le pregunta: “¿Y usted no tiene un hijo que le colabore?”. No. No todos tienen un hijo. O no todos lo tienen tan cerca como para que pueda “colaborarles” siempre. Pasa también, entre otros, con los trámites bancarios y su menú interminable de opciones, un laberinto donde puede perderse hasta el más pilo. La vejez no es una etapa tranquila para todos, ni siquiera cómoda. Y menos en una sociedad que funciona a punta de claves, teclas y atención deshumanizada y excluyente.
Envejecer implica desaprender lo aprendido, volver al pañal, borrar el casete en todo o en partes y depender de otros que no siempre tendrán la paciencia, la capacidad ni la disposición adecuada para el cuidado. En tiempos de tanta supuesta inclusión, los viejos se quedan por fuera de entornos propicios para ellos, como si no fuera suficiente con el abandono, a veces el maltrato y casi siempre la indiferencia a la que son sometidos por sus propias familias. Si los que tenemos unos cuantos años menos recordáramos que para allá vamos, tal vez tendríamos más tacto, cariño y comprensión por nuestros mayores. Digo, tal vez