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Alejo Vargas Velásquez
Columnista

Alejo Vargas Velásquez

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¿Cuándo vamos a ponernos serios?

Por Alejo Vargas Velásquez

Un interrogante aparece cuando se reflexiona acerca de la política y, especialmente, la política electoral en Colombia. La coherencia. Y se invoca la libertad, la autonomía para decidir cada quien lo que, cree, le conviene al país. Y al tiempo se trata de descargar en otros —en este caso, en los partidos políticos— la responsabilidad de todo lo malo que puede atribuírsele a la política, pero las personas todas se lavan las manos y nadie asume responsabilidades por lo que hace o deja de hacer.

Algunos ejemplos, al azar, de lo que ha venido sucediendo.

Se buscó reglamentar a los partidos políticos y posteriormente se aprobó la denominada ley de bancadas, buscando así organizar estos mecanismos de representación política. Sin embargo, los partidos políticos nunca han tenido —salvo excepciones— ni una militancia definida claramente y quienes son elegidos a nombre de un partido tratan al máximo de buscar argumentos para apartarse de la disciplina del partido y no verse comprometidos con las posiciones y decisiones tomadas por la bancada; en ese sentido, juega a su favor la “elástica” objeción de conciencia que en la mayoría de los partidos tiende a aceptarse. El tema es de tal naturaleza que incluso cada congresista —representante o senador— invoca los proyectos de ley que él presentó, no su partido o su bancada, evidenciando el carácter absolutamente individualizado de la acción política.

Pero hay múltiples casos de congresistas que abandonan su partido, con el argumento de que ya no se sienten “cómodos” en el mismo, pero sin asumir los costos que las normas establecen —las curules son del partido, no del representante—; así que terminan pasando de un partido a otro, no propiamente por razones ideológicas o políticas, sino por conveniencias personales —casi siempre de tipo electoral—. Igualmente, hay casos de partidos en los que los congresistas o delegados a sus cuerpos decisorios eligen a un director o jefe —ya sea unipersonal o colectivo— y después ya no les gusta y se salen para crear otro partido o movimiento político. Pareciera que se sienten cómodos en el partido mientras están los amigos cercanos en su dirección, pero si hay una tendencia distinta que toma fuerza en el interior del partido, se alejan o acusan al partido de manipulación de las reglas.

Algunos alegan la existencia de prácticas clientelistas en el partido, pero parecen sufrir de transitorias amnesias, porque se olvidan de que en el pasado reciente, cuando ejercieron posiciones de poder, actuaron de manera similar. Alguna vez Augusto Ramírez Ocampo, ese extraordinario trabajador por la paz, nos comentaba cómo en sus tiempos de joven era común que el perdedor en una elección acusara al ganador de “manzanillo”.

En otras ocasiones, y aprovechando la legislación favorable para construir listas electorales de “coaliciones”, terminan armándose unos verdaderos “salpicones” políticos: al final, una parte de la lista apoya a un candidato y otra parte al otro. Con lo cual la única conclusión que parece quedar es que se trataba de “pegar” candidatos para superar el umbral y poder, de esa manera, participar de la distribución de curules.

Todo lo anterior nos lleva es a formularnos preguntas como la que encabeza este escrito. Es decir, cuándo nos pondremos serios, especialmente los que aspiran a ser representantes en corporaciones públicas o, más aún, a liderar el gobierno nacional, en el sentido de tener una mínima coherencia político-ideológica y no estar cambiando de partido, de aliados políticos, y echándole al mismo tiempo la culpa a los rivales. Y esto, por supuesto, también aplica para todos los demás, votantes y ciudadanos del común, que asumen de manera ligera la relación con lo público-electoral.

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