En el último mes he pasado por cuatro interrogatorios, tres detenciones, un secuestro, una fuga de la policía política, tres o cuatro programas de televisión y varios artículos de prensa donde me difaman, correcciones de mi biografía en la enciclopedia web nacional, timbres constantes a mi celular que funcionan como toques de atención, varias llamadas de advertencias de no sé qué, y vigilancia permanente.
He visto sujetos correr detrás de mí cuando he apurado el paso para, debajo del primer alero, guarecerme de la lluvia repentina de una mañana plomiza de diciembre, y los he visto irse justo cuando me he ido yo, tal vez un poco hartos de que los hayan puesto a perseguir por La Habana a ese chiquillo que no agarra ningún bus y prefiere caminar a todas partes.
Quizá, antes de que salga de Cuba, si es que me permiten salir, alguno de estos eventos se repita, pero en ninguno de ellos, salvo en el interrogatorio, puede el individuo jugar un papel medianamente activo frente al rodillo totalitario que busca aplastarlo. Esa es la razón por la que las personas interrogadas bajo regímenes de corte estalinista hayan intentado desarrollar una metodología del interrogado.
Una taza de café con mi interrogador es un texto del disidente y escritor checo Ludvik Vaculik que una amiga cercana me dio a leer de manera profiláctica para que entendiera lo que podía venirme encima luego de unirme a las protestas en el barrio de San Isidro por el encarcelamiento arbitrario del joven rapero negro Denis Solís. Ahí Vaculik cuenta cuán incómodo y engorroso se vuelve lidiar con el trato afable del opresor, esa suerte de violencia filtrada a través de bondades aparentemente insignificantes.
En mi primer interrogatorio quiero creer que fui irónico, esquivo, desganado, y que incidí constantemente en la corrección de las palabras. Ortopedia para la escoliosis de la neolengua. Aunque creo haberme mantenido en una zona parca, algo tuve que decir. “¿Qué te pareció la conversación?”, preguntaron. Me sentía mal. No era una conversación, era un interrogatorio. Contestaron que yo no sabía lo que era un interrogatorio, como dejando entrever que había encuentros mucho peores. “Tú has visto que no te hemos golpeado, que no te hemos dañado”, dijeron. Me eché a reír. “Eso no es un mérito”, contesté, “no lo es”.
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La segunda vez estuve callado cuatro horas. Llevaba muchos días de encierro forzoso en casa de mi familia. Como no me metían preso, habían traído la prisión a mí. Entonces protesté y me detuvieron. Un hombre enjuto filmaba mi mutismo con una cámara Leica, parecía el camarógrafo de las fiestas de quince. Su jefe me preguntó si ya mi familia sabía que tenía vínculos con terroristas de Miami. Escupí una carcajada. También mencionó a mi abuelo muerto, una enfermedad de mi madre y los estudios gratuitos que había recibido en el preuniversitario de la provincia.
No respondí ninguna pregunta, no cedí a ningún chantaje emocional ni a ningún trato lisonjero o amenaza ridícula, y solo abrí la boca cuando me dijeron que iban a retirar la vigilancia policial de la puerta de mi casa.
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Para el tercer interrogatorio me citaron intempestivamente por teléfono para la estación policial de las calles séptima y 62, Playa, La Habana.
Dos noches antes había salido a un bar con amigos y desconocidos, algunos del Movimiento San Isidro, otros que habían participado en la manifestación y las conversaciones del 27 de noviembre con funcionarios del Ministerio de Cultura (ambos grupos, objetivos principales de la policía política), y gente que no pertenecía a lo uno ni a lo otro. Pero resulta que también había un mexicano, o un gringo, o un gringo mexicano.
Como yo paso buena parte de mi vida en México, y como un extranjero es siempre para la policía política un agente desestabilizador, un enviado del mal, algo tan exótico y aterrador como un extraterrestre, me vincularon al parecer con aquel sujeto.
A partir de cierto punto decidí volver a callar. Dije que no respondía más y no lo hice. Quizá se enfurecieron, quizá ya tenían pensado el desenlace de antemano. ¿Cómo saberlo? El resultado fue que me secuestraron y esa misma tarde me trasladaron contra mi voluntad hasta el pueblo de mi familia, a 150 kilómetros de La Habana.
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En el último encuentro también participaron mis padres, y ahí hablé básicamente para que ellos escucharan. El jefe de los interrogadores me había dicho anteriormente que ellos no filmaban ni grababan nada sin consentimiento, él quiso escuchar lo que mis padres tenían que decir. Cada uno pidió, palabras más palabras menos, que no me sucediera nada.
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Mi experiencia, si bien palidece ante el largo historial de interrogatorios con que cuentan decenas de periodistas, activistas, artistas, disidentes y políticos cubanos, me dice que no hay ruta ni método único ante un mecanismo represivo que parece menos cambiante de lo que es. Algunos viejos lobos, a quienes hay inevitablemente que escuchar, sugieren: “No hablar, no hablar, no hablar”.
Tengo dudas, sobre todo porque tal cosa no va a suceder nunca completamente, y porque la policía política también controla y resitúa los silencios en su campo de representaciones.
El debate en Cuba ha cobrado fuerza durante los últimos días luego de que la televisión nacional haya publicado unos groseros materiales descalificadores de la prensa no estatal, en los que usan imágenes abiertamente manipuladas de periodistas filmados sin autorización. No se sabe cuál es el curso de las charlas ni las preguntas que anteceden a las respuestas editadas de los colegas, pero sus expresiones corporales delatan la arbitrariedad, la presión y el miedo al que en ese momento se ven sometidos.
Si lo que dice la televisión no tiene ningún peso verídico, no debería importarnos entonces cómo nos presentan. Los interrogatorios hablan por el régimen; por los periodistas, su labor
* Periodista y escritor cubano.