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David Escobar Arango
Columnista

David Escobar Arango

Publicado

Cuidar(nos)

Querido Gabriel,

¿Qué vamos a hacer con los problemas de salud mental?, me preguntaban en estos días. La pandemia de depresión y ansiedad cabalga sutilmente sobre la del Coronavirus. “(...) mientras la humanidad lucha a la vista de todos contra el Covid-19, millones de mujeres y jóvenes en todo el mundo claudican en silencio ante los trastornos depresivos y de ansiedad que la pandemia ha provocado en los dos últimos años”, denunciaba hace poco Juan José Hoyos en El Colombiano. El problema, ciertamente, tiene mayor incidencia en estas poblaciones pero nos afecta y atañe a todos. Además, en Navidad, tiempo de solsticio, de “la noche oscura del alma”, la situación se agudiza: a lo estructural se suma lo coyuntural. Conversemos sobre salud mental, pero con un giro: no hablemos de los roles de Estado y de las organizaciones, que por supuesto, se deben “poner las pilas”. Conversemos esta vez sobre lo que cada uno puede hacer por su propia salud mental, de la autogestión que complementa a la atención en salud y al apoyo socio familiar que requiere semejante desafío.

Comencemos por admitir que no se trata de que cada uno se apañe como pueda. Nadie está completamente preparado (excepto algunos monjes budistas y unas pocas almas avanzadas) para resolver en solitario sus penas, angustias, duelos y viajes al inframundo. El sistema de salud debe hacerse cargo, comprender de qué tamaño y qué causas tiene el problema, y luego atenderlo sin titubear. Las empresas tenemos una responsabilidad superior, porque no es nada fácil trabajar en la era del Covid y en tiempos de incertidumbre política y económica. Llegó la hora de hablar de salud mental, de invertir en el tema y de dejar de culpabilizar a la gente por sentir miedo o tristeza.

Por otro lado, al igual que en los demás asuntos de la salud, las personas tenemos responsabilidades. Como dice el proverbio: “Ayúdate que yo te ayudaré”. No hay médico que nos cure si nos alimentamos mal o trasnochamos despiadadamente, ni gimnasio que nos fortalezca sin esfuerzo. Lo mismo pasa con la mente: hay que nutrirla, descansarla y ejercitarla. “Sufrimos más en nuestra imaginación que en la realidad”, dijo Séneca. Nuestros pensamientos pueden ser nuestros aliados o nuestros enemigos. Si no aprendemos, y tal parece que es una disciplina que se estudia y se entrena, a controlar nuestra tendencia de rumiar pensamientos dañinos y a sustituirlos con otros más constructivos, la avalancha será casi inevitable. ¿Será que las instituciones educativas y las empresas nos pueden enseñar a cuidar la calidad de nuestros pensamientos?

Esta responsabilidad es aún mayor cuando lideramos equipos u organizaciones. La calidad de la energía de un líder, su estado emocional y espiritual, son contagiosos. Ahí afrontamos una paradoja. Para liderar debemos ser vulnerables, reconocer nuestra fragilidad, pero, al mismo tiempo, debemos conquistar cierta maestría emocional. “No pensar tanto en lo malo que puede pasar sino afrontar lo que está pasando”, como escribió Marco Aurelio. Aunque lo bueno y lo grande no están obligados a ser imbatibles, lo vulnerable no tiene tampoco por qué ser débil. Quien está al frente debe permitirse desfallecer de vez en cuando, pero debe salir de allí pronto, optimista y fortalecido.

Invitemos a tertuliar a médicos como Carlos Jaramillo e Ignacio Londoño para que nos cuenten del Milagro antiestrés y de la coherencia cardiaca, a profes de yoga y meditadores, a sicólogos, a un mamo o un chamán, a líderes empresariales y políticos con visos estoicos y a esa señora de Jericó que lleva toda la vida rezando y sonríe beatíficamente a pesar de las vicisitudes. Aprendamos de la ciencia, la espiritualidad, las culturas ancestrales y la experiencia vital de quienes han comprendido que, como dijo Epicteto, “uno termina convirtiéndose en aquello a lo que le presta atención”

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