Querido Gabriel,
En asuntos de cambio social a veces parece que estamos navegando en medio de corrientes encontradas y peligrosos remolinos. Feminismo, medio ambiente, política de drogas, alimentación, son muchos los asuntos esenciales que están sometidos a fuertes vientos de cambio. El calentamiento global, los avances de la ciencia y la tecnología y la transformación acelerada de los valores, entre otros, nos tienen conmocionados. Peor aún, estamos profundamente divididos, debatiéndonos entre la nostalgia y la prisa.
Hace unos días participé del magnífico encuentro Actuar por lo vivo, en Arles, Francia. Artistas, líderes sociales, economistas, intelectuales, servidores públicos y algunos empresarios llevan tres años preguntándose algo simple y poderoso. ¿Cómo actuar por lo vivo que se degrada y muere frente a nuestros ojos? Los activistas, con sentido de urgencia y llenos de datos, invitan a reflexiones profundas y elevan la consciencia colectiva. ¿Los estarán escuchando?, anotaba, preocupado, en mi cuaderno. A ratos los percibí como una tribu de la regeneración, una isla aún desconectada del continente de la tradición. ¿Conversamos sobre el valor del activismo y desatamos también una reflexión sobre el papel de los moderados para construir caminos entre el presente y el futuro?
Los activistas son personas esenciales en una sociedad. Su capacidad de mostrarnos mediante símbolos nuestro lado más oscuro, señalar prioridades, incomodar, es una poderosa energía movilizadora. Grandes avances culturales y sociales surgen gracias a pequeños grupos de personas empecinadas en que el mundo avance en cierta dirección. Sin los activistas, las mujeres seguirían sometidas al machismo atávico, no habría derechos laborales y los niños no nos dirían que cerremos la llave del agua.
De otro lado están los empresarios, los líderes de organizaciones y los gobernantes. Para ellos, el cambio es algo más difícil de afrontar. Cambiar, suponen, es un asunto que debe darse gradualmente, o quizá no darse. A veces, hay que comprender esto, están apegados a su labor porque la aman y la valoran. Para los que hacen que el mundo funcione, el cambio es necesario, la mayoría tiene buenas intenciones, pero preferiría mantener el control del proceso.
Hay unas personas esenciales en el medio, en ellos podría estar la salida a este bloqueo. Son los “constructores de puentes”. Son diplomáticos, escuchadores seriales y pensadores sistémicos. Saben leer el corazón del activista, se conectan con su urgencia y, además, revisan la ciencia, se preguntan si un cambio es razonable y cómo hacerlo posible. Son pragmáticos, en el mejor sentido del término. Cuando alguien les dice, por ejemplo, que hay que cambiar el sistema agroalimentario porque afecta el clima y los ecosistemas, reconocen esa realidad, pero se preguntan cómo sería el camino. Comprenden que, por salvar el planeta del que hacemos parte, no pueden sufrir de hambre cientos de millones de personas.
Hablemos sobre cómo conectar las urgencias del planeta y los deseos de la gente con la pura y dura realidad. Queremos cambio, pero positivo, no catástrofes. Celebremos al activista y reconozcamos, además, a quienes saben que las mayores transformaciones no son revoluciones, sino una sucesión infinita de pequeños cambios en la dirección y al ritmo correcto. Busquemos, como Diógenes con su linterna, a estos constructores de puentes. Intuyo que somos muchos quienes estamos dispuestos a cruzarlos