Por LUIS FERNANDO ÁLVAREZ J.
La democracia no puede ser sinónimo de exclusión, por el contrario, el modelo fue pensado y concebido como un instrumento privilegiado para activar la participación ciudadana en las decisiones públicas. Ahora bien, sin desconocer su naturaleza intrínseca, la democracia adquiere nuevas formas de expresión. En un momento determinado y en sus inicios, la democracia en su acepción etimológica se concibe como el gobierno del pueblo, son los ciudadanos en el ágora quienes toman las decisiones sobre los asuntos que les incumben. Es el origen de la denominada democracia participativa.
La complejidad de los asuntos públicos, la heterogénea composición de las ciudades y poblados y el aumento natural en la población, hicieron que las formas de democracia directa cedieran el paso a las expresiones de la democracia representativa, denominada así porque la actividad ciudadana requiere de instituciones integradas por personas que con sentido de servicio y capacidad de atención, representen sus intereses. Es indudable que la democracia representativa se apoya en instituciones y también es evidente que la legitimidad de esas instituciones depende de su capacidad para representar los intereses del mayor número posible de individuos. Este último punto es el que ha venido fallando, pues por defectos estructurales y funcionales de las células fundamentales de la representación, como son los partidos políticos, los órganos conformados por personas respaldadas por esos partidos y apoyados por la ciudadanía a través de procesos electorales, dejaron de representar los intereses ciudadanos y se convirtieron en instituciones cuya finalidad esencial es permanecer en el poder y repartir las prebendas de éste, sin importar el fin primordial del quehacer político, que es atender las necesidades ciudadanas, en la búsqueda del bien común. El desinterés de los agentes de la democracia representativa con respecto a las exigencias ciudadanas, no sólo hace que las instituciones pierdan legitimidad, sino que de alguna manera concurre a incrementar el número de individuos que se sienten excluidos de las grandes decisiones de poder. Estemos o no de acuerdo, esa masa ciudadana, inicialmente desarticulada y actuando como muchedumbre, utiliza las redes y marchas para impulsar un amplio movimiento social que de manera lógica, en su fundamentación aunque no necesariamente en sus procedimientos, opta por dos decisiones: (i) cuestionar la legitimidad de las instituciones (ii) buscar espacios de inclusión para participar en las decisiones públicas. Esas dos aristas deben ser debidamente atendidas por las autoridades legítimamente constituidas, a través de las siguientes estrategias: (1) Como decíamos en anterior entrega, mediante un gran pacto público- privado para abrir nuevas perspectivas a la educación participativa. (2) Establecer espacios de diálogo con la suficiente flexibilidad para revisar planes y programas de gobierno y elaborar fórmulas de políticas públicas de convivencia y coparticipación que permitan recuperar la legitimidad de las instituciones y el concepto de autoridad racional.
No es posible que se piense, como lo hace el gobierno actual, en una conversación nacional sin tener en cuenta las principales instituciones del Estado como el Congreso, las Cortes, Corporaciones Autónomas y otras.