“El futuro no se hereda, pero tampoco es una condena. El futuro se sueña y se construye. Es la voluntad común de los pueblos la que orienta el destino de las naciones”. Estas frases inician las conclusiones del ejercicio de planificación por escenarios, denominado “Destino Colombia”, realizado en Quirama, Antioquia, en 1997. Iluminante trabajo con una visión extraordinaria y planteamientos claros para una conversación nacional y aporte valioso que desafortunadamente no fue aprovechado por el gobierno del momento.
Posteriormente, en el año 2009, se realizó un nuevo esfuerzo, denominado “Evolución Colombia, un horizonte compartido”, que buscó identificar los temas prioritarios para una agenda nacional, acompañada de mecanismos para la acción. Tampoco logró los objetivos estratégicos, pero mostró unas de nuestras características: vivimos atados al pasado y cuando se trata proponer cambios, nos miramos el ombligo y terminamos rumiando la tragedia, sin espacio para la esperanza ni voluntad para la acción consciente. A pesar de ello, estoy convencido de que el surgimiento de nuevos actores y desafíos en la vida nacional ameritan un nuevo intento para buscar salidas de la coyuntura que nos condiciona y construir una visión compartida de un futuro plausible.
A pesar de evidentes logros alcanzados en las últimas décadas en desarrollo económico y calidad de vida, es obligatorio mejorar indicadores como los que señala The Economist (Pocket World in Figures 2020), donde somos, entre más de 180 países, segundos en población desplazada por causa de conflictos, décimos en desigualdad (coeficiente Gini), duodécimos en homicidios por cada 100.000 habitantes, y decimocuartos en cantidad de gente en la cárcel. Si midieran el asesinato de líderes sociales y desmovilizados del conflicto, tristemente seríamos líderes mundiales. Todos estos factores afectan la estructura del país, deprecian bienes socioemocionales, empobrecen el capital social y empujan a la acción.
En este contexto nacional vemos cómo instituciones de las cuales históricamente nos hemos sentido orgullosos se debilitan y pierden protagonismo, influencia y liderazgo, lo cual conlleva el debilitamiento del Estado. Me refiero principalmente a los partidos políticos, la justicia, la iglesia, las asociaciones empresariales y las fuerzas militares. Pareciera que nos estuviéramos comiendo nuestro propio cerebro. Paralelamente, surgen las redes sociales que se convierten en aglutinantes de primer orden en la construcción del capital social y acción colectiva.
Lo que vemos en el país actual es el debilitamiento de las instituciones, y ello no es producto de la casualidad, sino de la causalidad. La influencia creciente de las redes sociales no es en sí misma un arma del eje del mal, sino un actor que llega para llenar espacios vacíos en un mundo cambiante y cada vez más interdependiente, lo cual se convierte en un aspecto de seguridad nacional y seguridad pública.
Surge entonces la urgente tarea de analizar a fondo estas realidades que constituyen desafíos emergentes que crecen anárquicamente, para darles sentido y orden dentro de la vida política, creando capital social y no destruyéndolo, como lo hemos venido haciendo por décadas. Las experiencias vividas nos demuestran que la reflexión es necesaria, pero no es suficiente. Es indispensable pasar a la acción para cambiar nuestras realidades.