El deshielo del Everest ha descubierto por lo menos doscientos cadáveres. Pertenecen a algunos de los cinco mil montañistas que se atrevieron con el techo del mundo. Se asoma una mano, una bota, lo demás se adivina. Los guías sherpas no saben si bajarlos a la realidad o entregarlos definitivamente a lo eterno.
Seguramente los rasgos se conservan, salvo por los aplastamientos de la avalancha. En sus morrales se encontrarán pistas de los familiares, alguna identidad. Pero los vivos hace rato enterraron en sus mentes a estos muertos. No querrán resucitar la pena.
Fueron muchachos invadidos de pasión, ícaros quemados por el témpano. Durante años molieron en sus cabezas el desafío de mirar la Tierra desde lo más alto de la Tierra. Llegar a la cumbre por los propios medios, gracias a la fibra de las piernas y de una ilusión.
Algunos perecieron por accidente, por estornudo de la montaña madre. Nadie los habría librado de esa suerte. Otros, tal vez la mayoría, por error de cálculo. Hicieron estallar el cerebro o los pulmones, por edemas. Carecían del entrenamiento que hace verdaderos sabios.
De estos últimos habló Chesterton: “la aventura podrá ser loca, pero el aventurero deberá ser cuerdo”.
Las metas no tienen límite, es preciso dominar las fuerzas de la naturaleza y la malicia de los hombres. Pero quien nació con el ánimo de pasar a la historia debe conocer los ardides del diablo. Detrás de toda hazaña se asoman las orejas malignas. No darse cuenta de su insidia equivale a regalar el alma.
Los congelados del Everest no son mártires de las insondables aspiraciones humanas. Son más bien víctimas de los errores de cálculo, del desfallecimiento en el último instante, de la creencia en la inmortalidad de la juventud.
A aquellos que fueren rescatados –dicen que por ahora son una decena- valdría la pena construirles un museo en Nepal o el Tíbet. Sería un memorial al arrojo y simultáneamente una reprimenda por la locura.
La sentencia de Chesterton aplica para las distintas aventuras que son la vida de cada cual. Obviamente no todos están llamados a ser héroes. También hay quienes prefieren subir una suave colina para asolearse de flores. Unos y otros caben bajo la inmensidad, que para eso es inmensa. Y a su manera cada uno corona el Everest adecuado a sus sueños.