Cuando pase este diluvio, que pasará (“nunca llovió que no escampara” era la frase preferida de mi madre cuando había problemas), y salgamos a la superficie desde nuestras casas como Noé de su arca cuando dejó de llover por fin, lo que todos tendremos que hacer es reflexionar sobre el mundo que hemos construido y sobre cómo este habrá de cambiar a partir de ahora. Muchos ya lo están haciendo y lo comunican a través de las redes y de los medios de información, que de nuevo se han demostrado imprescindibles como en otras crisis vividas anteriormente, ninguna semejante a esta. Sin medios de información estaríamos perdidos, en una oscuridad y aislamiento prehistóricos.
La primera reflexión tiene que ser sobre el modelo de vida que hemos llevado hasta ahora, basado en el consumo y en el individualismo, más acusados cuanto más desarrollada sea la sociedad en la que vivimos. No seré yo el que señale las consecuencias negativas de ese comportamiento, porque todos las conocemos, pero sí quien advierta del riesgo de repetirlo cuando pase esta cuarentena obligada por la enfermedad que nos ha puesto a todos frente al espejo. Y lo que todos hemos visto en este es nuestra fragilidad como individuos.
Hay muchas reflexiones que todos tendremos que hacer cuando la pandemia pase, pero una se vuelve fundamental. La esbozó ya Stephen Hawking hace años cuando predijo que la humanidad no desaparecerá por una explosión nuclear, sino por un virus, y la recordó Bill Gates en 2015 en un discurso que ahora se ha vuelto también profético: el peligro mayor para la humanidad ya no es una guerra, sino una pandemia vírica, y, sin embargo, el gasto en sanidad e investigación científica es infinitamente menor que el armamentístico.