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Humberto Montero
Columnista

Humberto Montero

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Día “D” para España

Por humberto montero

hmontero@larazon.es

Hasta hace un par de semanas, cuando la gente ha vuelto a salir en masa a las calles de Madrid, he tenido viviendo en la azotea a una pareja poco frecuente. Discreta y elegante, nada habríamos sabido de ella de no ser por sus estridentes hijos. Aunque más bien debería decir crías, pues se trataba de una pareja de águilas que anidaron en una amplia cornisa aprovechando la proximidad de mi casa a un enorme parque forestal del norte de la ciudad. De no haber sido por el confinamiento, por la paralización de la actividad económica no esencial en las fases más duras de la pandemia y por la absoluta caída del turismo, jamás se habrían acercado unas rapaces tan poco frecuentes sobre el asfalto a mi humilde morada. Pero con el ser humano oculto en sus cuevas y los aviones y coches aparcados durante mes y medio, el aire puro y un parque cuajado de liebres eran una combinación perfecta. Una despensa abierta de par en par que atrajo también a unos cuantos milanos, más ocupados en cazar conejos que en buscar gusanos para sus crías.

Entiendo que desconfíen ustedes de mis conocimientos sobre aves. De hecho, hasta antes de la reclusión a duras penas distinguía a un loro de un periquito. Pero el silencio de la ciudad me llevó a distinguir los gritos de las crías de águila y de ahí a diferenciar entre la cola de timón en “V” del milano y la redondeada de las águilas.

La proximidad de mi hogar al vasto y agreste parque forestal Felipe VI me ha llevado a dar largos paseos con mis hijos a horas en las que no quedaba un vivo. Así, descubrimos que los animales se habían adueñado de nuestro barrio. Sobre todo las liebres, que hasta cruzaban alegremente los pasos de cebra sin coches de por medio. La sobrepoblación de conejos era tal que una tarde pudimos divisar hasta cinco rapaces sobrevolando el parque. En ausencia de la amenaza humana, las charcas estaban cuajadas de sapos y ranas, croando a su gusto y entre los juncos del riachuelo que atraviesa el parque abundaban hasta los cangrejos de río. Enormes.

Tal despertar de la naturaleza se fraguó en solo mes y medio, el que transcurrió entre el primer día oficial de confinamiento, el 14 de marzo, y la primera salida autorizada a los niños en España (el 26 de abril), tras 43 días encerrados.

Por fortuna, ayer fue el primer día desde que estalló la pandemia en el que no se registró ningún fallecido por coronavirus en España. Hubo 71 nuevos contagios notificados. Hace un mes y medio, España rozaba el millar de muertos diarios. En Madrid, que llegó a ser epicentro mundial, solo hay registrado un muerto por covid-19 en los últimos siete días.

La situación mejora por momentos, y aunque no hay que bajar la guardia, ya se habla de que se pueda viajar con libertad por toda España desde el 8 de junio, lo que aliviaría la situación del turismo, que representa el 12 % del PIB, y generaría la confianza suficiente para que vuelvan a llegar los “guiris”, como llamamos por aquí a los visitantes extranjeros.

El día del desembarco veraniego en las costas se aproxima. Y mientras el hombre sale de sus madrigueras, los animales se repliegan. Las águilas se han ido y ya solo queda una pareja de milanos sobrevolando un parque en el que las liebres cada día se esconden más. No se ven bichos, ya casi ni el covid, y lo que en teoría debería ser una buena señal me lleva a reflexionar por qué somos incapaces de convivir con nuestro entorno en armonía. Mientras los delfines se retiran de los canales de Venecia y de las playas del Mediterráneo, y las tortugas dejan de nadar por los embarcaderos de Florida, los mares y bosques se llenan de mascarillas abandonadas y las playas, de chancletudos armados con botellines de cerveza.

Aunque ya había virus y pestes cuando apenas éramos 1.000 millones, lo que aleja las teorías de que este coronavirus es fruto del cambio climático, deberíamos haber aprendido que el mundo no se detiene cuando el ser humano no está. Al revés, reverdece .

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