Los activistas del cartel de la empanada estamos güetes. Claro, no por el comparendo que le clavaron a un colega, glotón callejero, sino por el tierrero que se armó con la aplicación del Código de Policía. La sanción disparó las ventas.
La lectura de la Ley 1801 es tan poco reconfortante que bastaría con amenazar a los malandros que produce la tierra con obligarlos a memorizarla con puntos y comas, para que los índices de delincuencia se redujeran a sus justas proporciones. Es más emocionante leer un reglamento de trabajo, la página de los edictos o ver pasar una tractomula con su eternidad de llantas.
En mi condición de consumidor feroz de este popular bocado de cardenal llamado empanada, invito a abordar el exprimido asunto desde un punto de vista “teológico”.
Miles de iglesias están hechas a punta de empanadas así tenga más carne un paso cebra. Además, por culpa de ellas, miles de parejas se han unido en “mártirmonio”.
En mi infancia me tocaba acompañar enamorados que después de misa iban a comer empanadas y luego a cine. Mi oficio de candelero consistía en evitar que las parejas se tocaran las falanges para evitar embarazos. (A la primera empanada o mecato consumido en la penumbra del cine el candelero no veía un carajo...).
La empanada está capando monumento. Usted sale a la llanura, mira en la dirección de la rosa de los vientos y encontrará una venta. De pronto freídas y refritadas en el mismo aceite, algo que debería prohibir el dichoso Código.
El monumento fue propuesto hace años con sus días y noches por el antropólogo y cocinero mayor Julián Estrada Ochoa. En su libro “Mantel de cuadros” se lee también que nadie puede discutir la versatilidad socioeconómica de esa ricura. Y si Julián locuta...
Nacemos con una empanada debajo del brazo. Es como si fuera una prótesis gastronómica.
Esa delicia en pasta sirve de media mañana o algo. Al final de la quincena puede remplazar el almuerzo la comida. Nunca empalaga.
Tampoco comete el inútil pecado de la envidia y permite la sana competencia. Con cierto desdén acepta que en el mismo chuzo vendan buñuelos, pasteles, chorizos, todo lo que suba el colesterol. Saben que siempre golearán por 5-0.
Como la nostalgia entra por el estómago, en el exterior la empanada remplaza al himno nacional. Los hay que lloran añorando su dosis personal de esta tentación gastronómica.
Cuando un amigo bellanita viene al país lo primero que hace es atragantarse de empanadas con ají pajarito. Despachado este ritual, pregunta: Y ahora sí, contá qué ha pasado en este acabadero de ropa llamado Locombia.
En definitiva, como se lee al final de las notas en este periódico: hay casi tantas ventas de empanadas como corruptos. (Y que me perdonen ellas por ponerlas en tal mala compañía).