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P. Hernando Uribe
Columnista

P. Hernando Uribe

Publicado

El apóstol Tomás

Por hernando uribe c., OCD

hernandouribe@une.net.co

Leyendo el capítulo veinte del evangelio de Juan, la figura del apóstol Tomás me resulta muy simpática. Lo siento como si fuera del siglo XXI, en que la ciencia y la técnica han hecho avanzar tanto el desarrollo del hombre, que, admirado de su poder, confía cada vez más en sí mismo, seguro de que sus cinco sentidos se lo dicen todo, y lo que está más allá no es más que realismo mágico, pura fantasía.

Tomás pertenece a la comunidad de los discípulos de Jesús, y vive por tanto la tragedia del fracaso rotundo de su adorado maestro, que terminó en el infamante suplicio de la cruz. Un desconcierto que Tomás no sabe cómo asumir en un momento en que sus compañeros, por miedo, han cerrado las puertas del lugar donde están.

Ahora bien, en ese lugar ocurre lo inesperado, que Jesús, con las puertas cerradas, se hace presente llenándolos de paz, más aún, del Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, que, además de paz en todo su ser en cuerpo y alma, los llena de generosidad para perdonar los pecados donde quiera que vayan.

Tomás, hombre moderno de hace veinte siglos, reacciona así: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré” (Jn 20,25). Solo acepta lo que sus ojos y sus oídos llevan a su mente y a su corazón. La diosa razón mora a su gusto en él.

Ocho días después, sucede lo mismo en el mismo lugar, siempre con las puertas cerradas, estando presente Tomás. Y sienten de nuevo que su miedo se transforma en paz, fruto de la presencia de ese huésped invisible, que se dirige así a Tomás: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente”.

Tomás descubre que sus sospechas se vuelven realidad, que tiene otros ojos para ver lo invisible, otros oídos para oír lo inaudible y otras manos para tocar la intangible. Presa de la fascinación, se siente viviendo en el tiempo la eternidad, que no es una cosa sino una persona, Jesús, Dios hecho hombre, que ya resucitado, vive para siempre.

El cambio instantáneo de Tomás se manifiesta, no metiendo el dedo y la mano, sino balbuciendo, derretido de adoración: “Señor mío y Dios mío”. He aquí la oración por excelencia. Repetirla lentamente con atención, la lección más fecunda que el hombre del siglo XXI tiene por aprender.

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