Por hernando uribe c.
Para el creyente, y todo ser humano lo es, la oración pertenece a la normalidad de su vida cotidiana. Realidad clarísima si tenemos en cuenta que, según santa Teresa de Jesús, orar es “tratar de amistad con quien sabemos nos ama”. El creyente está llamado a cultivar la convicción de que Dios lo ama, pues si no lo amara, no existiría, porque el amor determina en Dios su acción creadora, infinitamente sabia.
Tratar es dialogar. En el diálogo alternamos la palabra con el silencio. En la
oración, Dios y yo somos los interlocutores. Si Él me habla, yo hago silencio para escucharlo. Si yo le hablo, Él hace silencio para escucharme. Cuando voy a conversar con una persona importante, me preparo para saber qué decirle y cómo. Con Dios, cuanto mejor preparación, mejores frutos.
En la oración, centro la atención en quien yo sé que me ama con su amor divino. Entre Padre e hijo existe una relación de amor sublime. Esta vida mía es el regalo de los regalos, que Él me ha hecho a través de mis padres. Cuando él me habla, me lleva de asombro en asombro revelándome que él es mi Padre y yo soy su hijo, que yo soy su hijo y Él es mi Padre.
De Jesús sabemos que se retiraba “al monte” y allí oraba las noches enteras, “a solas” con el Padre. Relación que Jesús expresa diciendo: “Yo y el Padre somos uno”, porque el amor determina su vida entera. Su conciencia filial envuelve toda su existencia, el distintivo de su interioridad y su voluntad humanas. Y así, al orar, el creyente participa de la relación de amor del Hijo con el Padre.
Hago de mi vida entera un trato de amistad con quien yo sé que me ama, y por eso me propongo hablarle de mí, de mis intereses y mis anhelos, para que el amor sea el distintivo de cada acción mía, consciente e inconsciente. Cultivo mi relación de amor con Jesús de modo que mi vida entera gire en torno a Él. Dios amándome y yo dejándome amar y amándolo.
De los grandes pensadores Emerson (1803-1882) y Carlyle (1795-1881) conocemos una historia conmovedora de gran inspiración. Una noche, Emerson, que había venido de América a Londres a conocer a Carlyle, entró en el comedor y se sentó junto a la chimenea frente a Carlyle, que encendió su pipa. Pasaron las horas en completo silencio. Cuando Emerson se levantó para retirarse, Carlyle lo despidió así: “¡Esta es una de las noches más felices de mi vida!”