Mediante comunicado y boletín de prensa del 21 de mayo, la Corte Constitucional dijo a la opinión pública que había tutelado –gracias a una decisión muy dividida– los derechos fundamentales del ciudadano Andrés Felipe Arias Leiva, condenado en 2014 por la Corte Suprema de Justicia; esa persona, asistida de razones, había accionado por última vez el diez de diciembre de 2018 para solicitar que se le reconociera el derecho a impugnar la sentencia proferida dentro de un proceso de única instancia, pero su petición le fue denegada.
En el Comunicado 21 se insertó la que será la parte resolutiva del proveído (recuérdese: ya es costumbre la ilegal práctica en cuya virtud ese organismo primero hace sus anuncios y, después, saca de la manga la sentencia). Allí, en el resuelve “cuarto”, se ordena a Sala de Casación Penal de la Corte que, en un término de diez días (¿desde cuándo se cuentan?), dé inicio al “trámite para resolver la solicitud de impugnación de la condena en única instancia proferida en contra del ciudadano”. Incluso, de forma sorpresiva, se afirma que semejante “reconocimiento” “no altera el carácter de cosa juzgada que pesa sobre la sentencia condenatoria y, en consecuencia, no permite considerar la prescripción de la acción penal, ni ningún otro efecto derivado del transcurso del tiempo, y tampoco impacta la actual situación de privación de la libertad del tutelante”.
Tal noticia no agradó a la Corte Suprema de Justicia. Ese mismo día ella, mediante anuncio público, dijo que no compartía la decisión expedida “para favorecer exclusivamente al exministro de Agricultura” (aunque no menciona a otros de sus condenados a partir del arbitrario 2014, año elegido por la Constitucional como comienzo del amparo) y advirtió que se trataba de “un peligroso precedente de incertidumbre en la jurisdicción ordinaria” llamado a generar “inseguridad jurídica en la justicia penal”. Incluso, cual Solón en Atenas, sentenció: “En la Corte Constitucional queda la responsabilidad del impacto de las insospechadas consecuencias para Estado de derecho de esta decisión particular”.
Desde luego, el citado fallo es una pieza curiosa: le brinda al accionante el derecho a impugnar pero la sentencia condenatoria sigue en firme. Todo un adefesio jurídico: si un proceso penal culmina con la expedición y ejecutoria de su máximo acto procesal que es la sentencia, allí queda finiquitada la posibilidad de impugnar. En mis tiempos de estudiante, semejante providencia habría sido un magnifico ejemplo de lo que puede ser una hipótesis jurídico-penal de prevaricato.
Ahora bien, lo que va a suceder en este caso está cantado: la Sala de Casación Penal va a conformar una sala integrada por tres de sus magistrados “que no hayan participado en la decisión” para que adelanten la respectiva actuación (Constitución Política, art. 235 Nº 7), pero como todos ellos ya se pronunciaron, tendrán que declararse impedidos y el caso pasará a estudio de conjueces. A renglón seguido, los magistrados de las dos cortes (que ya no son los poderosos trenes cuyas colisiones asustaban) seguirán haciendo política con las herramientas judiciales y recordarán todos los días al gran Poncio Pilatos.
También, de forma morbosa, los medios de comunicación no cesarán en su tarea de suplantar a estos últimos mediante interminables juicios mediáticos. Incluso, tampoco van a parar las reiteradas violaciones a los derechos fundamentales de la persona citada y a los de muchos seres humanos que –en este país– son a diario pisoteados y sus casos nunca son objeto de debate público porque, como diría Eduardo Galeano, se les “ningunea”, máxime si no representan los intereses de quienes manejan la máquina oficial que todo lo carcome.
La Administración de Justicia, entonces, continuará a la deriva porque los jueces perdieron su dignidad, majestad, independencia e imparcialidad; y, como es apenas obvio, tendrá que llegar el momento en el cual, por fin, entendamos que no puede haber paz sin justicia, sobre todo en los planos social y económico.