Hay mentiras que a fuerza de repetirse acaban dándose por buenas. Por ejemplo, cuando hablamos de genocidios algunos olvidan los que desataron Lenin, primero, y luego Stalin en la antigua URSS. Este último, además de los millones caídos en sus inacabables purgas, acabó de una tacada con entre 7 y 15 millones de ucranianos. Aunque al mundo le importe un carajo, especialmente a los perroflautas, se trata del mayor genocidio de la historia, por encima del camboyano, provocado por los maoístas de Pol Pot, que exterminó a casi tres millones de personas. Otro genocidio de manual es el que dejaron las bombas nucleares estadounidenses en Hiroshima y Nagasaki, 120.000 muertos y 140.000 heridos en apenas unos segundos. Por muy aséptico que fuera el método, su brutalidad, asesinando a civiles, niños y mujeres incluidos, no deja lugar a dudas. Pero para quienes ven la vida en blanco o negro, para los unívocos que solo buscan el aplauso fácil, solo hay una verdad. Así, todo es más simple. Sin embargo, la realidad es poliédrica y es conveniente analizar todas las aristas. Veamos si no lo ocurrido en Cataluña.
Para empezar, es necesario explicar que esta región española digirió muy mal su derrota en las guerras carlistas del siglo XIX, al igual que las provincias vascas. En contra de lo que puedan creer, el sentimiento separatista de algunos vascos y catalanes proviene de su apoyo al infante Don Carlos, hermano del rey Fernando VII, quien no podía soportar que su sobrina Isabel reinara por encima de sus derechos dinásticos. Los carlistas catalanes, vascos y navarros encarnaban la posición más reaccionaria. Eran absolutistas, partidarios de que mandara el rey y no las Cortes, tradicionalistas, contrarios a la modernidad, fervorosos católicos y defensores de las leyes forales, propias de sus regiones. En definitiva, defendían la Monarquía española más rancia contra el liberalismo del resto de España. Su derrota dio paso después a los movimientos regionalistas que derivaron más adelante en el nacionalismo y el separatismo.
Dicho esto, ayer el Tribunal Supremo de España sancionó con penas de entre 13 y 9 años de prisión a los miembros del Gobierno regional de Cataluña que se rebelaron contra la legalidad y apoyaron, primero, un referéndum ilegal de secesión en el que votaron cuatro gatos el 1 de octubre de 2017 y luego declararon la independencia más corta de la historia, que duró exactamente ocho segundos. El Supremo optó por la pena más leve, si tenemos en cuenta la traición a España, a la Constitución, al estatuto de autonomía de Cataluña y a todas las leyes perpetrada por los condenados. Así, el golpe de Estado de los condenados se queda en casi nada.
Algunos creerán que 13 años son muchos. Tranquilos. Cataluña, una de las regiones europeas más descentralizadas, tiene transferidas las competencias de las prisiones. Significa esto que es el Gobierno regional, actualmente en manos de los separatistas, quien decide cuándo y cómo concede el tercer grado penitenciario, la semi libertad.
La realidad no son los pocos miles de separatistas que ayer colapsaron el aeropuerto de Barcelona, pagado por todos los españoles. La realidad son los millones de catalanes que están hartos de los secesionistas y del emprobrecimiento que están dejando en Cataluña. Hasta el propio centro de encuestas oficial del gobierno regional catalán, en manos separatistas, dio en su último estudio que la mayoría de catalanes no quiere la independencia. Pues eso. Que no nos vendan otro cuento más.