Por Daniel González Monery
Universidad del Atlántico
Lic. Ciencias Sociales, semestre 8
moneri11@hotmail.com
Quienes hemos tenido animales, y les hemos dado amor, sabemos lo duro que es verlos morir y, aún más, despedirse, sobre todo cuando se han compartido años y buenos momentos con ellos. Hace una semana murió mi gata, Candy, tras varios días de luchar y resistir contra un extraño mal, que lo más seguro es que haya sido un veneno mortal o lo que nos han dicho “vidrio molido”, que la destrozó y desangró por dentro hasta matarla. La noticia de su muerte la recibí muy temprano en la mañana y me asombré, porque justo una noche antes, ella estaba bien. Lo que más me dolió fue verla tirada sin vida en la terraza de mi casa.
Este dolor, igual o algunas veces superior al que sentimos cuando muere un ser querido, ya lo he experimentado en mis casi 23 años de vida. Muy pequeño, cuando tenía 7 años, murió Quisi, mi primera perrita frenchpoodle, de moquillo, una enfermedad recurrente en el mundo animal. Luego, murieron mis 2 tortugas morrocoy, o como les decimos en la Costa, “morrocoyas”, producto de mordidas que les infligió mi otro perro, Tommy. Este último también murió, tras una operación.
Después, a nuestras vidas llegó Minina, una linda gatita que incluso tuvo crías antes de morir. A ella, no se sabe qué le sucedió, pues a un ligero descuido, la encontramos quejándose de dolor en la terraza. Lo más seguro es que le hayan pegado tan fuerte que le destrozaron su organismo.
El sábado pasado, por primera vez supe lo que era despedirse verdaderamente de una mascota. Porque a diferencia de mis otros animales, con Candy sí pude tener la oportunidad de darle sepultura, incluso, con mis propias manos. La enterramos, con todo nuestro dolor y profundo pesar, debajo de un árbol del Jardín Botánico de Barranquilla, el parque-pulmón más grande de la ciudad y en donde regularmente hago ejercicio. Allí siempre iré y recordaré nuestro eterno vínculo.
El tiempo pasa y creemos, ingenuamente, que eso ayuda a curar las heridas y el vacío que van dejando esas almas adorables e inocentes que escogemos como compañeros de vida. Pero no. Lo cierto es que, por más que nos regalen, adoptemos o compremos otro animal y comencemos a encariñarnos, nunca nos terminamos de desprender de los que no están porque siempre los llevaremos grabados en el corazón y en los recuerdos.
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