No me digan que es muy inteligente un gobernante que, además de la soberbia con que trata a los conciudadanos comunes y corrientes y menosprecia a sus oponentes, se deja llevar por la estrategia de convertir el periodismo en contraparte y enemigo público. Puede ser astuto y malicioso, pero la hostilidad sistemática a los medios periodísticos respetables ha sido en este señor, el señor Trump, una manía copiada de mentalidades totalitarias. La Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, que ampara libertades esenciales como las de conciencia, de religión y de expresión y prensa, es una norma sagrada para una sociedad abierta como ha sido la estadinense, con todos sus defectos y sombras.
El periodismo norteamericano no ha sido perfecto. Exhibe muchos desatinos y lagunas inaceptables, incluso a la luz de la ética profesional. Pero tengo la convicción, por lo que leo, veo y escucho cada día, de que es el menos imperfecto del planeta y a lo largo de la historia ha exhibido ejemplos magníficos de integridad, valor civil, coherencia y fortaleza para sostener una distancia crítica honorable frente al poder y los poderes. Los testimonios admirables están en documentos históricos, en episodios consagrados por la literatura y el cine y, en fin, en las ediciones y emisiones de los periódicos, revistas y noticieros de televisión y demás publicaciones que este señor, el señor Trump, trató de mentirosos, deshonestos, corruptos y manipuladores a lo largo de un mandato que, si bien es cierto que registra aciertos enormes como el de no declarar ni una sola guerra a pesar de los pronósticos iniciales, cometió las peores fallas en que pueda incurrir un gobernante: Burlarse de su potencial sucesor y escoger como amenaza y objetivo de sus arremetidas verbales a una institución fundamental, una columna insustituible de la sociedad.
Sí, no pocos periodistas estadinenses le siguieron el juego al mandatario hostil y no comprendieron a tiempo que la arrogancia y la prepotencia del gobernante no pueden ser notas distintivas del carácter periodístico y que no tenían derecho a manipular los datos de los escrutinios en la misma noche del martes 3 de noviembre. Tampoco es aceptable que le hayan aplicado campana neumática al discurso de Trump del jueves y hayan omitido su emisión porque prejuzgaron que diría mentiras. Aplicaron la misma censura que tanto han condendo. Sin embargo, el fracaso del flamante y controversial inquilino de la Casa Blanca debe atribuírseles, entre otros factores evidentes, a la errónea estrategia de lanzarse contra el periodismo, “depositario de la confianza del público” (ver el magistral Credo de Walter Williams). He ahí una lección bien clara para todos los gobernantes, grandes y pequeños, que vean con simpatías ese arquetipo nefasto del talante despótico.