La semana pasada, mientras Gran Bretaña se concentraba en su salida gradual del encierro, la ministra (secretaria) del Interior, Priti Patel, presentó el “Nuevo Plan de Inmigración” del gobierno.
Los detalles son profundamente siniestros. Solo aquellos que vengan a través de planes de reasentamiento, que representan menos del 1 por ciento de los refugiados en todo el mundo, serían bienvenidos. Todos los demás, obligados a emprender viajes que ponen en peligro su vida, serían tachados de “ilegales” y castigados agresivamente. Serán vetados para el apoyo estatal clave, se les ofrecerán derechos de reunificación familiar disminuidos y serán candidatos de la expulsión permanentemente, incluso si se les concediera asilo.
Estas drásticas propuestas, que algunos sugieren podrían contravenir la Convención de las Naciones Unidas sobre los Refugiados de 1951, han tardado meses en elaborarse. El año pasado, según los informes, la Sra. Patel planteó la posibilidad de enviar solicitantes de asilo a islas en el Atlántico sur y consideró desplegar la Armada para evitar que la gente llegue a las costas de Gran Bretaña. Su plan, inhumano y equivocado, ejemplifica cómo el gobierno británico trata a los migrantes y refugiados.
Pero esa crueldad va más allá del proceso de asilo. Desde que el gobierno del primer ministro Boris Johnson asumió el cargo en diciembre de 2019, prometiendo “concluir el Brexit”, ha tratado de instituir un sistema más severo y punitivo de inmigración y control de fronteras. En nombre de la soberanía británica, ha impregnado su gobierno de autoritarismo antimigrante.
Desde su elección, el gobierno ha promocionado su intención de rehacer el sistema de inmigración. El 1 de enero entró en vigor su nuevo sistema basado en puntos. A pesar de todo lo que se habla de reforma, en muchos sentidos las nuevas reglas amplían el trato injusto que han sufrido durante mucho tiempo los migrantes que no pertenecen a la Unión Europea, sujetos a tarifas de inmigración escandalosamente altas, se les niega el acceso a la ayuda estatal básica y se ven obligados a pagar todos los años para usar el Servicio Nacional de Salud.
Además de dificultar aún más la migración segura a Gran Bretaña, el nuevo sistema trata a los migrantes como nada más que productos desechables. Y mientras, el gobierno siguió adelante con vuelos de deportación, separando a las personas de sus familias y seres queridos.
El costo humano ha sido espantoso. Sin una red de seguridad, muchos inmigrantes indocumentados tuvieron que elegir entre contraer potencialmente el virus en el trabajo o quedarse en la indigencia.
El gobierno de Johnson ha dejado a los inmigrantes, especialmente a los de color, expuestos y vulnerables. Pero es inútil denunciar el sistema actual sin entender que se basa en décadas de brutalidad. La historia británica está llena de legislación, como la Ley de inmigrantes de la Commonwealth de 1968, cuyo objetivo es hacer más difícil que las personas de color vengan al país.
Y durante décadas, los políticos británicos de todas las tendencias pasaron por alto las razones por las que las personas se mudan, mientras culpaban erróneamente a los migrantes de casi cualquier cosa que se les ocurriera, desde salarios bajos hasta un servicio nacional de salud con fondos insuficientes. Incluso las últimas propuestas se basan en la figura racializada del “falso solicitante de asilo”, popularizada durante el gobierno del Nuevo Laborismo del primer ministro Tony Blair, ya que hizo las reglas de asilo más estrictas y duras a principios de la década de 2000.
El gobierno de Johnson es heredero de décadas de retórica y formulación de políticas antiinmigrantes. Decidido a cumplir la promesa nativista del Brexit, está llevando las cosas al siguiente nivel, con devastadoras consecuencias humanas.
Gran Bretaña sí que tiene un problema de inmigración. Pero no es por las personas que están entrando al país. Son las personas que la gobiernan.