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Juan José Hoyos
Columnista

Juan José Hoyos

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EL HIJO DEL FERROVIARIO II

Por JUAN JOSÉ HOYOS

redaccion@elcolombiano.com.co

El maestro Rodolfo Mederos se acercó al escenario llevando en sus manos su bandoneón. El mismo que, después de hablar con él, lo había elegido para su concierto de esa tarde. La orquesta seguía afinando. Los invitados se acomodaban en sus mesas, dispuestas en una larga fila sobre una plataforma de madera que colgaba, como un balcón gigante, de las paredes del edificio. La visión de los bosques era asombrosa.

La gente tomó asiento. Las sillas eran cubos de heno prensado. Yo elegí sentarme a unos metros de distancia de las mesas, junto a una columna de concreto, para estar más cerca de los músicos y escuchar mejor el bandoneón.

De pronto se oyó un ruido metálico. Algo como un cable de acero que se rompe. Después hubo un silencio. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, la plataforma de madera se desplomó. Los invitados cayeron al abismo. Las mesas y las pacas de heno rodaron con ellos.

Supe que estaba vivo cuando empecé a escuchar, allá abajo, los lamentos de los heridos. Todavía estaba sentado en la paca de heno, agarrado a la columna de concreto. Ella me sostuvo. El maestro Mederos y los muchachos de la orquesta contemplaban el desastre, mudos, impotentes, llenos de asombro. Ya no había público para el concierto. La enorme terraza, con casi todos los invitados, yacía ahora siete u ocho metros abajo, en medio de los árboles.

Lo que siguió fue una enorme confusión. La periodista Diana Botero me pidió que la ayudara a sacar del pandemónium al maestro y sus bandoneones. Tuve que hacerlo manejando un carro de golf que ella pidió prestado a uno de los jardineros de Comfama. No había más carros disponibles.

Cuando íbamos en busca de la salida, en una curva de la carretera, vi una columna de humo que se levantaba en medio del bosque. Pensé que la madera de la terraza colapsada había empezado a arder. Sentí alivio cuando me dijeron que el humo provenía de una hoguera que habían encendido los socorristas para guiar los helicópteros que empezaron a llegar casi enseguida a rescatar los heridos.

El maestro Mederos guardó silencio hasta que llegamos a la estación del Metrocable en el Parque Arví. De allí descendimos hasta la estación Acevedo. El sol de la tarde caía sobre las montañas. Él estuvo todo el tiempo mirando el paisaje, abrazado a sus dos bandoneones. Después tomamos un taxi y fuimos hasta su hotel.

Apenas cruzamos el hall, dijo: “Necesito un trago”. Enseguida dije, con mi boca seca: “Yo también”.

Cuando recuperamos la calma, volvimos a hablar de sus bandoneones. Me contó que el primero de su vida se lo había regalado su papá. “Con lo que costaba un bandoneón en esa época... Y él con el sueldo de un pobre ferroviario...”.

“Y pensar que después me lo robaron en Buenos Aires... Cuando el maestro Astor Piazzolla se enteró del robo, me regaló el suyo...” dijo, con una sonrisa. “Yo lo conocí a él en 1960, en Córdoba. Yo tenía 20 años y estaba estudiando biología. Fui a la emisora donde él iba a presentarse con su Quinteto y cuando llegué, los técnicos le estaban haciendo escuchar una grabación de Guardia Nueva, mi grupo de tango... ¡Y vi que él estaba escuchando entusiasmado! ¡Me paralicé del terror! Cuando acabó el concierto, Piazzolla me felicitó y me dijo: ¿Por qué no te venís a tocar conmigo a Buenos Aires? Dejá la biología para los biólogos. ¡Vos sos músico! En 15 días hice las maletas. Papá me entregó sus ahorros para pagar el viaje”.

Seguimos hablando de su vida hasta que cayó la noche. Siempre, junto a los dos bandoneones. Hablamos mirándonos cara a cara, como si fuéramos dos sobrevivientes

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