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David E. Santos Gómez
Columnista

David E. Santos Gómez

Publicado

El infierno de los herederos

Por David E. Santos Gómez - davidsantos82@hotmail.com

El último heredero maldito de la política latinoamericana se sienta en la Casa Rosada, en Buenos Aires, Argentina. Se llama Alberto Fernández y llegó a la presidencia en 2019 gracias al guiño de la exmandataria Cristina Fernández de Kirchner. La disyuntiva de ese momento era de qué forma el kirchnerismo podría volver al ejecutivo sin que su figura máxima —que arrastraba fuertes pasiones a favor y en contra— se lanzara como candidata. Se decidió, entonces, que Alberto luchara por la presidencia con Cristina como fórmula vicepresidencial. “Con Cristina no alcanza, pero sin ella no se puede”, dijo Alberto para cerrar la discusión. Y así fue electo. Pero algunas preguntas surgieron desde ese instante: ¿sería capaz el presidente de tomar decisiones autónomas bajo la enorme sombra política que lo cobijaba?, ¿era viable un matrimonio político cuando la que más poder tiene no es la que toma las decisiones? La corta historia del siglo XXI contestó varias veces las mismas preguntas y la respuesta siempre fue no.

Dos años después, tras críticas internas y cartas públicas, entrevistas inconformes y distancia entre presidente y vicepresidenta, el proyecto peronista ha explotado. Cristina no le habla a Alberto por considerarlo un moderado y un traidor y el presidente hace llamados inútiles a la unidad. Los kirchneristas sienten que su jefa habría gobernado de forma distinta y los albertistas responden que las épocas son otras. El divorcio anunciado muchas veces es inevitable.

Tras una primera década sorprendente de presidencias con liderazgos fuertes a la largo del continente, la transición para las débiles democracias latinoamericanas ha sido un dolor de cabeza. En todos los casos, ante la imposibilidad de reelegir al líder o a la lidereza indiscutida, se buscó a un heredero obediente para perpetuar el poder y el legado. Así, en Colombia, Álvaro Uribe se decidió por Juan Manuel Santos y, en Ecuador, Rafael Correa le dio su confianza a Lenín Moreno. En Brasil, Lula da Silva le allanó el camino a Dilma Rousseff y, en Venezuela, un Chávez enfermo escogió a un temeroso Maduro. En todos los casos el resultado fue un viraje dramático. En Brasil se llegó a la destitución de la presidenta y en Venezuela la ya temblorosa economía cayó al despeñadero. Para los casos de Colombia y Ecuador la palabra que se repitió hasta el cansancio fue traición y rápidamente los expresidentes se convirtieron en los más duros críticos de sus sucesores para destrozarlos desde la oposición.

Todos aquellos que pretendieron gobernar en cuerpo ajeno se enfrentaron a la realidad de un poder que ya no les pertenece y, a veces con nostalgia y en otras con rencor, hicieron inviables los mismos gobiernos que crearon. Los últimos en recorrer esta tragedia anunciada son los argentinos. En Buenos Aires, la semana pasada, y ante las fracturas expuestas de su mandato, Alberto Fernández dijo muy enérgico: “El presidente soy yo”. Pero nadie le cree 

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