Vivimos en el reino de la lengua al revés. Se ha llegado al extremo de decir lo que se quiere decir, solamente después de decir lo que no se quiere decir. La primera parte de los enunciados es casi siempre una formalidad, una corrección política, es decir un lambetazo. Pura mentira que no sale del corazón.
Así, al lenguaje se le cuelga en el lugar privilegiado del inicio, un cuerpo muerto. De modo que si se quiere escuchar el verdadero discurso de alguien, es preciso saltar esa introducción complaciente, esa máscara que pretende mejorar con hipocresía la cara del hablante.
El ámbito de la justicia es especialmente rico en estos desperdicios de la comunicación. “Soy respetuoso de las decisiones de las Cortes, acato el fallo proferido. Pero...”: este es el modelo calcado, siempre que la contraparte comenta su derrota.
A finales de 2014 el tuitero José Vicente Guzmán bosquejó de la siguiente manera un elenco de babosadas encontradas en las declaraciones corrientes: “el infierno espera con impaciencia a los que comienzan diciendo ‘no merezco este honor’, ‘en mi humilde opinión’ o ‘con todo respeto’”.
No hay que aguardar a la hora de los hornos infernales. En algún lugar del basurero público municipal se amontonan día tras día estas frases huecas. Son una polución verbal que ofende al país considerado como el mejor hablante del español. Convierten a sus ciudadanos en protagonistas perfumados de la conversación inútil.
Para dilucidar el verdadero significado de estas expresiones, es preciso darles la vuelta canela como se hace con una chaqueta para mostrar sus costuras. Lo que se quiso decir con el alma es: “el fallo es un esperpento”, “nadie como yo para merecer el premio”, “voy a proferir mi magistral opinión”, “no guardo ninguna estima por usted”.
En este país de funcionarios y honorables congresistas, la muletilla favorita es “me da mucha pena con usted, pero...”. Ninguna pena, qué va, el individuo debería entrar a matar de una buena vez, sin aceitar el cuchillo para que su introducción no duela.
Convendría una campaña para desatascar las palabras. Para pensar con concordia y al mismo tiempo con transparencia. Pues no hay insulto más punzante que el que llega untado de vaselina. En efecto, este no solo ofende al interlocutor, sino enturbia el idioma. Que cada cual diga lo que dice, pesándolo en una báscula para oro.