Volaban los días finales de agosto de 1970 cuando terminé mi carrera de Comunicación Social y Periodismo en la Universidad de Antioquia. Ya trabajaba en la Emisora Cultural del Alma Mater, mi escuela desde el bachillerato en el Liceo Antioqueño. Había dejado en suspenso el Derecho en la mitad. Para ser periodista no necesitaba ser abogado, aunque persevero en mi afición a las ciencias jurídicas y a la filosofía y las humanidades como disciplinas del espíritu. La vocación universitaria y docente la heredé de mis padres. Tuve desde el comienzo la bendición de trabajar 36 años continuos en EL COLOMBIANO y cumplir ahora 48 como profesor en la Bolivariana
A lo largo de esta media centuria puedo afirmar que he visto crecer la hierba en la actividad profesional y en la formación de colegas. Realidades patentes, modelos y ejemplos de excelencia, así como también secretos y sombras desfilan por esta película de la memoria de la condición humana contemporánea. Muchos publicados o publicables. Otros, mejor olvidables o innombrables. Nunca, ni en los momentos más arriscados, en los de amenazas y peligros a la vuelta de la esquina, he cedido a la tentación de colgar la toalla como si fuera un boxeador noqueado y dedicarme a tareas menos incómodas y seguro rentables.
Mis viejos y venerados maestros, las lecturas y experiencias, la compañía inseparable del riesgo y la alegría íntima de servir en cada jornada luminosa o plomiza mediante la palabra digna por la cual somos lo que somos y como somos, me han afianzado la convicción en el deber de ayudar a construir verdad, bondad y belleza desde una cultura profesional y una estructura ética que, sin necesidad de piropos o reconocimientos retóricos innecesarios y a veces farisaicos, es esencial como guía de perplejos en estos tiempos de mentira, confusión, miedo y relativismo valorativo.
A pesar de posibles errores y descuidos, porque ese personaje socarrón, el diablillo legendario, nos acosa como espíritu obsesivo, he grabado como norma de conducta inflexible la coherencia, la resistencia absoluta al autoengaño y la autotraición, porque el periodismo es, debe ser, una causa limpia, honorable, independiente y valerosa, jamás un pretexto o una labor adicional para obtener lucro económico, fama o poder. La austeridad y el estoicismo jovial, como los de Don Quijote y Séneca, son reglas áureas de esta profesión, mejor dicho de esta forma de vida, no de buena vida sino de vida buena, que me ha ayudado a ser más humano y ciudadano durante medio siglo de amaneceres y trasnochos, de jornadas plenas de alegría o señaladas por la vecindad del error. Gracias, a mi familia y a los colegas y amigos que me quedan... y a los que me faltan .