A punto de que Joan Manuel Serrat se despida de los escenarios en Medellín, recordé aquella vez cuando una periodista le hizo una pregunta en la rueda de prensa. Apenas el cantautor español empezó a contestarle, la periodista se paró de la silla y no vio nada de malo en comenzar una sesión fotográfica mientras él le respondía. Serrat se detuvo y, enojado, le dijo: “O me miras mientras hablamos o no te contesto”.
En un par de entrevistas que Joaquín Soler Serrano le hizo a Jorge Luis Borges, en su programa A Fondo, Borges, a pesar de ser ciego, busca siempre la mirada de quien lo entrevista. Sigue las preguntas como si pudiera ver los labios que las hacen y en ningún momento deja de “mirar”.
Mirar nos ayuda a reconocer al otro y por esa misma vía nos permite comprender mejor lo que pretende. Cuando dejamos de mirar a alguien, sencillamente desaparece, lo eliminamos por puro desinterés. Si alguien nos habla y no lo miramos, es como si no lo escucháramos. Pareciera que los ojos fueran a la vez nariz, oídos, boca que habla sin hablar.
A veces nos cuesta mirar al otro porque sentimos culpa. Un estudiante intenta ignorar al profesor cuando toma la lección en el aula de clase porque teme que le pregunten; a un niño de la calle, a un anciano desprotegido nos cuesta sostenerles la mirada cuando nos percatamos de ellos porque en parte también somos responsables de sus miserias.
El autor de En busca del tiempo perdido, Marcel Proust, era un gran observador. Prácticamente, no escribía sobre nada que antes no hubiera visto. Es famosa la anécdota de que en una noche de invierno, y exponiéndose a que su asma empeorara, salió de casa, tocó la puerta donde vivía una de esas mujeres que se hizo personaje en su monumental obra y, apenas lo hicieron pasar a la sala, la miró por largo rato a los ojos, y cuando creyó retener los detalles necesarios para seguir escribiendo sobre ella, regresó a casa.
Pero el acto “inofensivo” de mirar también puede traer consecuencias atroces. Desde la mitología griega, cuando Medusa volvía piedra a todo aquel que se atreviera a mirarla, hasta toparse por pura curiosidad con una mirada malandra que no soporta que la miren, la reconozcan, la “fichen”, la detallen. “¿Qué me mirás, maricón, se te perdió algo?”, he escuchado muchas veces por ahí.
A pesar de que un país como el nuestro puede ser un lugar inseguro para observar, he tratado de no dejar de hacerlo; al contrario, me he propuesto entender, no perderme los detalles de las personas a las que me topo en cualquier parte. Aunque, a veces, también comparto lo que algún día dijo un amigo: “Una mirada perdida es un hombre que se está buscando”. El que tenga ojos, que vea, la dicha también es vernos en los demás