Me despierto esta mañana, pienso en la fecha y recuerdo, como cada tres de mayo, que una persona a quien no veo desde hace más de cuatro décadas, está cumpliendo años.
Se llama Lucía. Compartíamos clases en el mismo salón y algún paquete de mecato en el patio de recreo. Y digo se llama porque, al menos en mi recuerdo, sigue viva. A fuerza de no haberla visto nunca más, la sigo imaginando igual de desgarbada, con su melena de color zanahoria al viento y unas cuantas pecas pálidas empeñadas en no dejarla crecer. Mientras las mías parecían de chocolate, las de ella eran como gotas que habían escurrido de su pelo y se habían secado en su cara.
Hablábamos de lo que hablan todas las adolescentes: De los amores, casi todos platónicos; del cine que nos tocó, de los profesores que nos caían “al hígado” y de aquellos a los que hubiéramos querido hacerles un altar. Estábamos muy chiquitas para ir a discotecas, que entonces se llamaban “estaderos”, pero entrábamos en éxtasis con The Bee Gees, Air Supply y Miguel Bosé, por quien chorreábamos la baba muchos años antes de saber sus preferencias sexuales, como si en el fondo de nuestros corazones, todavía sin estrenar, sin desgarres ni laceraciones, estuviéramos convencidas de que ese jovencito divino cantaba “Linda” pensando en nosotras. Crecimos con Roberto Carlos, el feo más lindo del mundo; con José Luis Perales, Serrat, Raphael, Ana y Jaime y otros cuantos que, con sus canciones, en esa transición de niñas a mujeres, nos ponían a soñar con que el chico que nos gustaba nos pidiera “la arrimada”, aunque casi siempre estaba muy distante, y nos ayudaban a espantar a los que no tenían ninguna posibilidad, que casi siempre estaban al acecho. Nos sabíamos bonitas, con miedo de que alguien pensara lo contrario, y eso nos convertía en “picadas”, el sinónimo de “fastidiosas” de la época.
Disfrutábamos de lo que teníamos sin pensar en lo que no teníamos. Si hubo carencias ni cuenta nos dimos. Parodiando un poquito a O. Domínguez, mi colega de los jueves, podría decir que “la riqueza nos la dieron en amigos” y el cajero era la calle, donde jugábamos béisbol, que llamábamos simplemente “bate”. Pero también había tiempo para el pañuelito, el bota tarro o para las largas conversaciones en la acera después de que el cansancio nos dejaba juagados en sudor.
Vivíamos entre la disciplina y las obligaciones del colegio, por un lado, y la rebeldía y la aceptación de las normas por el otro. Nos tocó padecer el terror que nos producía “el de la moto”, de reciente aparición, pero ahí estaba Radio Ritmos para mitigar la aburrición del encierro obligado por las condiciones de inseguridad de aquellas noches. Y eso que no sospechábamos hasta dónde llegarían los que establecieron el régimen de sicarios, secuestros y bombas... ¡Maldita la hora!
Perdí a Lucía en un trasteo. Sin pin, sin redes, a veces sin siquiera teléfono fijo en todas las casas, el desenlace era fácil de ocurrir. Y ocurrió. Nunca más supe de ella. Pero cada tres de mayo la recuerdo y, de corazón a corazón, le mando un saludo de cumpleaños esté donde esté. No sé si lo recibe, pero es mi forma de rendirle un homenaje a su presencia en mi vida y de reivindicar el recuerdo que seremos, siempre, para algunos.