Suponiendo que se desarrollen sin trampas ni batallas campales, las elecciones presidenciales de Bolivia no solucionarán sus grandes problemas, ni la hostilidad entre los acaudalados clanes cruceños y los sindicatos indigenistas, pero son imprescindibles para abordar una crisis socioeconómica y sanitaria que acentúa las desigualdades y obligará a consensos para impedir nuevos estallidos de violencia. Con la pandemia han aflorado los obstáculos estructurales del país andino, cuya estabilidad depende de una democracia que no sea coartada de totalitarismos y conjugue el respeto a la autodeterminación de los pueblos originarios con sus obligaciones en un Estado de derecho.
La Constitución, que reconoce las diversas nacionalidades, consagra deberes y derechos ineludibles, pero más retóricos que efectivos, pues la convivencia entre el mundo indígena y no indígena sigue presa del atavismo y la conveniencia de las élites: las de siempre y las de nuevo cuño. La heterogénea Bolivia no consolida la armónica relación de sus universos culturales. Fracasan las políticas. La tendencia de Evo Morales a considerarse insustituible, de ahí la manipulación de las últimas elecciones, fomenta animosidad y revanchismo. Tampoco ayuda el doctrinarismo de su vicepresidente, Álvaro García Linera, cuyo diagnóstico de los problemas nacionales es tan cierto como su propensión a solucionarlos sin apearse del poder, transformando el sistema con una amalgama del marxismo leninismo, indianismo y quimeras.
Al Movimiento al Socialismo (MAS), principal fuerza al controlar dos tercios de los poderes locales, corresponde replantear los objetivos y estrategias de su exiliado líder para entenderse con la moderación del expresidente Carlos Mesa, a fin de evitar que la ultraderecha racista lastre la reconciliación y la justicia. Pese a sus políticas absolutistas y clientelares, Morales redujo la pobreza ayudando a los compatriotas que la padecen con los ingresos de la exportación de materias primas: Bolivia avanzó en el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas y retrocedió en democracia al manipularla para ganar elecciones.
El sectarismo ideológico en una geografía tan compleja y necesitada de integración y acuerdos es tan alarmante como los reaccionarios comportamientos del interinato de Jeannine Áñez, y de los seguidores de ascendencia europea del empresario Luis Fernando Camacho, enemigos de los usos y costumbres de los 36 pueblos amerindios.
La transformación del Estado durante el proceso constituyente de 2006 fue una necesidad que permitió la inclusión de la mujer y los indígenas en la administración del país, liberándoles de la condición de siervos. Esa renovación de fondo se malogra cuando el reordenamiento territorial y estructural del Estado se efectúa atrapando las instituciones con engaños.
La fractura entre las empobrecidas poblaciones quechuas y aimaras del Alto y los acomodados blancos y mestizos de Santa Cruz es tan cierta como peligroso que sus fanáticos traten de imponer el rumbo nacional. Durante la Constituyente se acuñó una consigna incumplida por unos y otros: “los excluidos no vamos a excluir a los excluidores de siempre”. Sin la inclusión de todos, ningún arreglo será duradero.