¡Histórica! Así calificaron algunos medios de comunicación la decisión del Senado de la República en cuya virtud, este jueves, por una mayoría aplastante de setenta y cinco votos a favor y cero en contra, se aprobó en último debate el proyecto de acto legislativo por medio del cual se introduce la cadena perpetua revisable –cuando transcurran los veinticinco años–, para quienes cometan crímenes de homicidio o acceso carnal contra menores. Se trata, sin duda, de un acontecimiento que no puede pasar desapercibido, no solo por la forma demagógica como se jalonó la iniciativa hasta llevarla a su aprobación sino por los groseros yerros de técnica legislativa en los cuales se incurre, amén de los ya usuales atropellos idiomáticos que ofenden la inteligencia.
Sin embargo, lo así llamado es solo un entremés más propiciado por ordinarias manipulaciones lingüísticas porque, está muy claro, en la ley penal existen desde hace bastante rato penas de prisión “perpetuas” para muchos delitos, sin que las consabidas ancianitas se santigüen y los penalistas de moda –quienes se autoproclaman como “demócratas”– se preocupen. ¿Cómo llamar, por ejemplo, a las sanciones privativas de la libertad previstas para los delitos de lavado de activos que pueden sobrepasar los 106 años? ¿O a las de 90 años disponibles para los delitos de tráfico de menores?
Y, ¿cuál denominación debe dárseles a las sanciones que, en ciertos casos, pueden llegar a los sesenta años cuando se trata de los autores de diversos delitos, incluidos los del proyecto aprobado? ¿No es acaso “perpetua” semejante pena si se tiene en cuenta que ella se le impone a personas mayores de dieciocho años? Lo que importa, pues, en medio de esta representación lingüística orquestada con fines electorales, es que la Constitución utilice la palabra mágica: “perpetua”, así ese castigo sea revisable pasados unos lustros.
Jugamos, pues, con las palabras y ellas tienen una fuerza devastadora porque, para recordar a Samuel I. Hayakawa, una cosa es el lenguaje en el pensamiento y otra en la acción; la palabra no es el objeto. O, como diría Michel Foucault, en una obra inspirada en Borges, por un lado van las palabras y por el otro las cosas. De esta forma, los corifeos del derecho penal autoritario que hoy celebran alborozados pueden instruir al mundo entero sobre su triunfo; sí, un botín mediante el cual se ratifica que no tenemos una política criminal liberal aunque sí –y la denominación es nuestra– una “criminal” política criminal que da rienda suelta al rentable populismo punitivo.
Desde luego, no deja de ser “histórico” el hecho de que los integrantes de un Congreso pintoresco salgan a los medios a proclamar conquistas inexistentes, cuando gracias a su insensibilidad a ellos no les preocupan los desastres causados por la pandemia del coronavirus; por eso, el poder legislativo no ha tenido tiempo de reunirse, un solo minuto, para expedir medidas encaminadas a tratar de conjurar la calamitosa situación económica, política y social que ahora viven millones de colombianos quienes, con lienzos rojos, piden comida para mitigar el hambre en las barriadas más pobres y en las afueras de las ciudades. Para esos congresistas, pues, es necesario pronunciar –aunque bien adaptada– la infeliz pregunta de Juan Manuel Santos (¿cuál paro?): ¿Cuál “pandemia”?
Así las cosas, hoy es necesario refrendar las ilustradas palabras del Papa Francisco según las cuales la prisión perpetua es una pena de muerte encubierta, mediante la cual se priva a los hombres de toda esperanza; y añadir que, en un país como el nuestro, ella no es viable por ser incompatible con todos los principios que gobiernan el modelo de Estado adoptado y, en especial, con los plasmados en el programa penal de la Constitución. Proceder en otro sentido es sustituir la Carta Fundamental por otra, en contravía de lo dispuesto por los delegatarios del pueblo colombiano que la redactaron hace ya veintinueve años.