Por Fernando Velásquez V.
El pasado sábado 26 de octubre terminó en Roma la Asamblea Especial del Sínodo de Obispos, reunido entre los días seis y 27 de octubre de 2019; un encuentro de voceros de la Iglesia Católica encabezados por 102 obispos latinoamericanos que traza unos derroteros muy importantes y anuncia cambios trascendentales al interior de la misma, como se infiere del documento final conocido el día de la culminación del evento.
Lo primero que debe mencionarse es el título dado al encuentro: “Sínodo Amazónico”. Con ello, en la misma línea de la Encíclica Laudatio si, Sobre el cuidado de la Casa Común, promulgada por el Papa Francisco el 24 de mayo de 2015, y también de otros pronunciamientos precedentes, los pastores hacen un llamado clamoroso a toda la comunidad planetaria para que vuelque su mirada sobre la zona de la Amazonía –donde confluyen nueve países, incluido el nuestro–, que hoy soporta “una dramática situación de destrucción” pese a que se trata del “corazón biológico” de toda la tierra.
Se trata, pues, de una proclama ecológica que tiene como escenario ese espacio geográfico pero que, a la vez, es también una nueva voz de alerta porque peligra –y de forma muy grave– la presencia del hombre sobre el planeta. La clamorosa arenga es, por ello, perfectamente válida y coherente, así desde algunos sectores eclesiales se critique al Sumo Pontífice por haber puesto sus ojos en este lugar del globo, en las comunidades indígenas y en los más pobres y abandonados.
Así mismo, se deben destacar las propuestas para que se introduzcan nuevos mecanismos de cara a lograr la participación más activa de la mujer y los laicos en los nuevos destinos de la Iglesia; bien diciente es el texto consignado en el parágrafo 86 del documento cuando señala: “...buscamos los nuevos caminos eclesiales, sobre todo, en la ministerialidad y la sacramentalidad de la Iglesia con rostro amazónico. La vida consagrada, los laicos y entre ellos las mujeres, son los protagonistas antiguos y siempre nuevos que nos llaman a esta conversión”.
Desde luego, se anuncia un viraje de interés en estos ámbitos pero –miradas las cosas de forma desprevenida– la propuesta se nos antoja tímida, porque con todo ello no se logra poner a la Iglesia Católica a la par de los desarrollos sociales actuales. Es que, en plan de alimentar el debate, no parece posible que en pleno siglo XXI –gracias a un rezago de machismo inadmisible– a las mujeres no se les permita ser sacerdotisas, oficiar la santa misa y aplicar los sacramentos; incluso, acceder a las más altas dignidades eclesiásticas.
Es más, tampoco parece coherente –máxime cuando mucho escasean las vocaciones– que los hombres y las mujeres casados no puedan aspirar en todos los casos al sacerdocio, como si formar una familia o tener una diversidad sexual privara a los seres humanos de su vocación de servicio a la comunidad, del poder sanador de la oración o del liderazgo misional.
Así las cosas, la actual Iglesia Católica requiere de una renovación profunda que la sacuda en todas sus estructuras para que ella mire al ser humano en toda su dimensión social y humana y propicie una verdadera transformación; ella se tiene que llenar de auténticos pastores (hombres y mujeres) que emprendan la tarea catecúmena a lo largo y ancho del planeta, no solo en el Amazonas o en el África, sino en las urbes modernas en las cuales solo parece haber lugar para las cosas materiales sin que importe el dolor humano.
En fin, como dice el documento ya citado, ahora “la Iglesia tiene la oportunidad histórica de diferenciarse de las nuevas potencias colonizadoras escuchando a los pueblos amazónicos para poder ejercer con transparencia su actividad profética” (párrafo 15); sin embargo, esos esperados cambios solo se podrán producir si van acompañados de decisiones políticas y de hechos concretos, todo ello en el indispensable marco de la fe .