Por Mateo S. Ortega
Universidad Nacional
Admon. de Empresas, semestre 10
msortegag@unal.edu.co
En agosto de 2010, Andrés Calamaro cierra su cuenta de Twitter por primera vez. Su fastidio frente al entorno de la red social de los 140 caracteres -en ese entonces- motivó aquella decisión intrascendente. Y es que las críticas del populacho llovieron exacerbadas por el afán de “ver parir” a un cantante que defiende la tauromaquia. Unos días después regresaría bajo el “anonimato”, para volverse a asquear en 2016 y retornar, posteriormente, con una cuenta verificada. “Boludos con BlackBerry [...] conectados a la nada a cambio de demostrar que son infantiles”, escribió cierta vez.
Twitter ha evolucionado. Cada día nuestras opiniones destilan más antipatía y menos criterio propio. No se equivocó Ferran Lalueza (Universitat Oberta de Catalunya) al decir que su tono textual -más que audiovisual- la convierte en una plataforma con mayor carácter, a diferencia de otras redes sociales. Carácter que se ha desvanecido a tal punto de poner en tela de juicio a ciertos famosos del siglo XXI que opinan en terrenos que, evidentemente, no son los suyos.
Famosos colombianos como Paulina Vega, en 2018, o Julián Román, en 2020, percibieron el odio que es capaz de provocar el pajarito azul. Evidentemente, tanto ellos como nosotros podemos opinar en temas que no son acordes a lo que estudiamos o lo que somos. (Por algo no existe una maestría en “opinología”, hasta ahora.) El problema es que a diario consumimos sus opiniones, las requerimos e, incluso, las exigimos. ¿Por qué las necesitamos? ¿Quizá para complementar nuestro criterio?
Ese criterio cojo, soportado en tweets de estrellas que parecieran ser tratados cual palimpsestos divinos. Ese criterio cojo, que incluso nos hace demandar la opinión forzada de influencers centennials que nada tienen que ver con nuestra drogadicción ideológica. Yo me pregunto en este punto: ¿por qué les exigimos que hablen de, por ejemplo, política interna, cuando su especialidad es hacer TikToks?
Argumentum ad verecundiam. ¡Mírenla! Esa es la falacia que nos rige ahora. Qué divertida desgracia hemos creado .
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