Por David E. Santos Gómez - davidsantos82@hotmail.com
En uno de sus típicos movimientos dictatoriales, Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, decidió expulsar a los representantes de la Organización de los Estados Americanos de su país y declaró la oficina que usaba el organismo como de “utilidad pública”. Dijo, con el mismo lenguaje rancio de siempre, que la OEA era un mecanismo de dominación y control de Estados Unidos y de un plumón oficializó la salida de su nación del foro.
La noticia, en medio de una actualidad internacional eclipsada por el conflicto en el este de Europa, tuvo poca repercusión en el hemisferio, acostumbrado también a las bravuconerías del antiguo guerrillero sandinista. Sin embargo, el escaso eco de la actitud del gobierno nicaragüense frente al espacio regional también nos da señales importantes del tránsito inocuo y lastimero en el que ha caído la OEA en los últimos años. El que fuera el punto de encuentro principal para la diplomacia americana pasó a ser una entidad que no actúa y no resuelve. Un nido de desconfianzas.
Agujereada desde hace dos décadas por la fuerza económica y diplomática del socialismo del siglo XXI y del chavismo, y por la constitución de varias entidades —como el Alba, la Celac y la Unasur— impulsadas por la izquierda y el centro, la OEA inició un descenso del que aún no se recupera. Las disputas ideológicas en las que se vio impulsada por el posicionamiento de derecha del actual secretario, el uruguayo Luis Almagro, destrozaron la aparente neutralidad que se ofrecía desde sus inicios y la convirtieron, más que en un lugar de resolución de enfrentamientos, en un indeseable campo de batalla.
Justo cuando se cumple un nuevo aniversario de su creación, hace 74 años en el agitado abril de 1948 en Bogotá, la OEA es ahora un convidado de piedra en la compleja realidad social del continente. A los problemas ya anunciados de desbalance político, heredados y profundizados por el secretario Almagro, se une la despreocupación por el multilateralismo regional de gobiernos que están intentando detener el desangre económico y social que acarreó la pandemia en sus naciones.
Ni México, ni Brasil, ni Argentina, fuerzas determinantes en el movimiento diplomático de la región, se muestran muy interesadas en darle un nuevo aire al organismo y países como Chile, Perú, Ecuador o Colombia —fiel escudero de Luis Almagro— no tienen el poderío —ni tampoco el propósito— para convocar un revolcón del espacio que, en últimas, pueda traer cambios efectivos.
La decadencia de la OEA solo puede significar un retroceso en la realidad política internacional que más nos compete. Aun cuando su inacción dura ya demasiado tiempo y su supervivencia es resultado de la inercia y no de los logros de sus dirigentes, no hay en el horizonte perspectivas positivas. Los años que vienen seguiremos siendo testigos de su caminar lúgubre y anodino