Hay cosas que me gustan más que levantarme temprano: La literatura costumbrista y las chocolatinas de maní, sin que el orden de los factores altere el producto.
Recién aprendí a leer, de la biblioteca de mi casa tomé un libro de hojas amarillentas y tan gordo que pensé que era una biblia, pero me encontré de frente con Rafael Arango Villegas... Y desde entonces creo en el amor a primera vista. Después conocí a Efe Gómez, a Tomás Carrasquilla, a Francisco de P. Rendón, a Agustín Jaramillo Londoño y a muchos otros que he disfrutado, que conservo como oro en polvo en mis estantes y que releo con deleite a cada rato, no solo como un género literario que me gusta, sino como una manera de estudiar la sociología, la cultura, las formas de vida y el lenguaje vigente en el tiempo y en los lugares de los autores raizales.
Y ahora me encuentro con otro grande del costumbrismo, aunque no tan conocido por las nuevas generaciones: Tulio González Vélez, a quien también le declaro mi amor eterno, además de que me pone anchísima contar que nació en Bolívar, Antioquia, en 1904, y que la Editorial UPB acaba de reeditar su libro El último arriero y otros cuentos, en el marco de la Colección Bicentenario.
Los cuentos de Tulio González son pinturas de palabras sobre la idiosincrasia del Suroeste antioqueño, en particular de Naratupe, Bolívar, Ciudad Bolívar o como quieran llamar a nuestro pueblo, que él retoca con un pincel de sensibilidad social, siempre del lado de la peonada, de los arrieros y de los campesinos “trasijados por el sudor y la fatiga, húmedos los ojos y los pechos sin consuelo” que dejaron en las entrañas de la tierra toda su fuerza y toda su vida.
El lenguaje es capítulo aparte. A veces hay que tener a la mano un diccionario folclórico, a falta de una abuela o una tía, viejona más bien, que le expliquen a uno qué significan fragas, saburral, juste, apolismao, paredaño, soflama, morralla, añascal, yantadura o añaje, por citar solo unos pocos términos que hoy son muy extraños.
Pese a vivir en un pueblo tan distante del mundo en aquel tiempo, el ambiente familiar de Tulio contribuyó para su formación de escritor. Tuvo a su lado personas inquietas que se preocuparon por las letras, el arte y la cultura. Su hermano Ernesto María, el Vate González, fue autodidacta, se desveló leyendo a pesar de su miopía y luego fue uno de los mejores poetas de Antioquia.
Tulio estudió el bachillerato en Medellín y algo de Derecho en Bogotá. Trabajó en El Espectador y perteneció al movimiento cultural Los Bachué, en honor a esta diosa chibcha, que buscaba exaltar los valores y los motivos nacionales que tenían que ver con la Colombia de entonces: Su historia, su pasado y sus valores.
De Bogotá se vino a trabajar en El Colombiano durante el decenio de los años 30 y en 1940 le dijo adiós a la ciudad, para nunca volver. Regresó a Bolívar y se dedicó al café, sembrado por él mismo.
Para entonces leía mucho y escribía muy poco, tal vez por una descompensación emocional sufrida a raíz de su prematura viudez. Murió en 1968 y para la posteridad nos quedaron sus cuentos, que ahora también ocupan un lugar especial en mi biblioteca, al lado de los otros grandes, que yo sigo disfrutando como golosinas para el alma.