En un país como Colombia, muchos nos preguntamos a diario cómo y de qué manera podemos ayudar. Sin necesidad de salir de casa las necesidades del otro nos atormentan, o si recorremos las calles las necesidades del otro nos conmueven y por eso, a través de un supuesto gesto bondadoso, sale del bolsillo una moneda, una sobra de almuerzo cargado de un silencioso: “pobrecito”. La acción termina.
El asunto es que si queremos hacer algo para resolver este problema tenemos que tomarnos en serio el tema de la desigualdad. Muchos estudios han afirmado que persisten importantes diferencias en las oportunidades y en los recursos disponibles para ciudadanos dependiendo de sus características. Es así como se evidencia que el logro educativo está asociado con el área de residencia y el color de piel. Quienes tienen piel más oscura y viven en áreas rurales tienden a reportar un número inferior de años de educación aprobados que aquellos que tienen la tez más clara o viven en los cascos urbanos, respectivamente. De igual forma, hay una fuerte relación entre el nivel educativo de los padres y aquel alcanzado por sus hijos.
Aquí cabría recordar a Richard Sennett cuando se pregunta en su libro El respeto: “¿Cómo tratar a los demás con respeto cuando el contacto con ellos se produce en circunstancias tan desiguales?” No podemos hablar de igualdad de oportunidades cuando no todos pueden acceder a educación de calidad y esto empieza a marcar una larguísima lista de cosas que en la vida real son determinantes. A veces, incluso, después de superar ciertos obstáculos, las cosas no resultan fáciles. Sé de organizaciones que dentro de sus macabras y secretas políticas no contratan a un egresado de una universidad pública. No respetan el esfuerzo que alguien hizo para salir adelante y romper, en muchos casos, con su pasado familiar o con el estigma de su barrio.
Esta sociedad se ha encargado de no ver al otro en su condición principal de ser humano y esto ha dado como resultado la ausencia de respeto. En Colombia, muchos empleadores todavía creen que cuando contratan a alguien le hacen un favor porque “¿no ve el montón de hojas de vida que hay sobre mi escritorio?, agradézcame que lo contrato a usted”, dicen, mientras se sienten “generosos”, cuando en el fondo hay una profunda soberbia que elimina el respeto por el otro y su conocimiento. “Hay una gran diferencia entre desear actuar bien con los demás y hacerlo realmente”, dice Sennett.
Las necesidades del otro se deben tomar en serio; no es suficiente una moneda o un gesto caritativo a fin de año. “En la vida social, lo mismo que en el arte, la reciprocidad requiere trabajo expresivo”, afirma Sennett, y es clarísimo que nuestros esfuerzos apenas alcanzan, momentáneamente, para dejar tranquila nuestra conciencia, mientras cómodamente no queremos entender que “la desigualdad social complica la experiencia del respeto”, y sin respeto el otro carece de valor.