¿Para qué aferrarse al poder? Una dinastía llega al curubito, entroniza cierta manera de amontonar dinero, instaura hábitos correspondientes, toma control de las instancias necesarias para burlar legalmente la sucesión y no se contenta ni con las riquezas ni con el mando acumulados. ¿Por qué?
¿Acaso el poder es el supremo apetito embriagador? ¿Tan ardoroso, que enloquece? ¿Cuál es la relación entre el poder y el ego? Estas preguntas son capitales para entender el desbarajuste de un país que grita y no cesa de exponer la vida a las municiones impulsadas por los cuatro vientos.
Se supone que el poder existe para servir. Una montonera de gente necesita de mentes selectas que organicen las cuitas gordas de la gran casa. No todos tienen vocación de mando y planificación. También hay nómadas, cocineros, músicos, médicos, parteras, campeones de ciclismo, peluqueras.
Pero quienes sienten que lo suyo es ocuparse de la conducción del Estado, esos son los gobernantes, a ellos se les da el timón. Su poder puede igual que el poder del zapatero, pues cada gremio es responsable de la excelencia de su obra. Los poderosos por elección pública tienen como destino calcular y regular la cosa pública, para el bien del público. No tienen otra misión ni otro motivo de orgullo.
El problema viene cuando a estos investidos se les sube a la cabeza su preeminencia, que es temporal y sometida a mil controles. En el momento en que se endiosan, miran desde el hombro a la pequeña humanidad de sus conciudadanos y se trepan a su temible ego.
El poder toma control de sus cerebros, infla la ambición, nubla el corazón. Es la hora de la locura. Como todo dios, el poderoso se sabe inmortal y dueño del destino ajeno. Considera que los dueños de siempre, a quienes halaga el bolsillo, son sus aliados de raza. Y duerme seguro porque mantiene a las tropas aceitadas, las rige como alfiles sin conciencia.
Pero al final de la novela patriarcal y sin puntos de su vida, “se siente aborrecido por quienes más lo amaban, nadie nos quiere, había tratado de compensar aquel destino infame con el culto abrasador del vicio solitario del poder, había llegado a la ficción de ignominia de mandar sin poder, de que nunca había de ser el dueño de todo su poder, ajeno a las músicas de liberación que anunciaron al mundo que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado”