Por Daniel González Monery
Universidad del Atlántico
Lic. Ciencias Sociales, semestre 8
moneri11@hotmail.com
Varios escándalos político-judiciales se conocieron a principios del año, gracias a los medios de comunicación. De no ser por algunos periodistas, tal vez los colombianos nunca se habrían enterado de lo que sucede a sus espaldas porque, en lugar de controles estatales eficientes, parece haber complicidad entre sus diferentes órganos, incluyendo el Ejecutivo, sus Fuerzas Militares, la bancada gubernamental y hasta la propia Fiscalía General que se supone investiga los delitos cometidos en el país. El pasado 18 de diciembre, una comisión de la Corte Suprema de Justicia con cincuenta policías judiciales allanó el Batallón de Contrainteligencia Militar, donde hacían interceptaciones ilegales contra políticos de oposición, magistrados, generales y periodistas a quienes consideran con criterios independientes del poder.
En supuestos tiempos de paz, los militares colombianos continúan operando como en los días más oscuros de la guerra contra la insurgencia. La investigación publicada en la revista Semana reveló que el comandante del ejército, Nicacio Martínez, salió del cargo por su responsabilidad en la campaña de espionaje y no debido a los motivos personales que alegó. La revista tuvo acceso a fotografías, documentos, videos de seguimiento a los “blancos” señalados por los mandos militares a sus subalternos, y “más de una docena de fuentes directas”. Pero el reporte demuestra un asunto mucho más grave: la vigencia de la guerra sucia, ejercida por el Estado. Y también la fragilidad de la política colombiana, que no termina de sacudirse de las “chuzadas” que creíamos extinguidas.
El Acuerdo de Paz firmado con las Farc, en 2016, dejó al ejército sin su principal adversario. Y ahora, con las manos más libres, el Estado colombiano podría combatir otros frentes que siguen activos, como el Ejército de Liberación Nacional -la nueva guerrilla más grande del país, que opera en la frontera con Venezuela-, los grupos paramilitares y las bandas criminales que dominan diversas zonas financiados por el narcotráfico. O podría, además, adaptarse al nuevo panorama y redistribuir los enormes recursos asignados a seguridad para invertir en herramientas como la ciencia y la educación.
Lejos de eso, el nuevo gobierno no combate las viejas prácticas de vigilar y espiar de forma ilegal con grandes cantidades de dineros públicos, o la de premiar y promover en la estructura militar a los responsables de estos procedimientos. Un buen inicio sería investigar, sancionar a los responsables de las “chuzadas” y proscribir para siempre el espionaje del ejercicio político.
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