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Elogio de los archivadores

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Por Pamela Paul

¿Recuerdas los archivadores? ¿Esas pesadas y ruidosas torres de cajones llenas de carpetas? En algún momento, fueron vitales para cualquier lugar de trabajo, una parte tan común del paisaje como los escritorios y las sillas. Siempre había un laberinto de ellos en alguna habitación trasera y, sin importar cuál fuera tu profesión futura, si alguna vez fuiste pasante, trabajaste como asistente, en la recepción o administraste un catálogo, archivaste documentos. Archivaste y archivaste hasta que se te agotaron los pulgares. Recentraste con cuidado esas varas metálicas, siempre propensas a salirse; en alguna ocasión, escribiste a mano una etiqueta en el fragmento perforado de papel dentro de cada pestaña de plástico, lo doblaste e insertaste, y lo viste colarse por el otro lado. Y solo después de haber subido unos pocos peldaños de la escalera corporativa pudiste pasarle todo ese archivar a alguien más, un peldaño más abajo.

Pero no solo se archivaba en la oficina; los archivos eran parte de nuestras vidas personales más íntimas (no olvidemos que el portal hacia la mente de John Malkovich acechaba detrás —pues, sí— de un archivero).

La mayoría de nosotros, la gente del papel, acumulaba una buena cantidad de estos archivadores, los cuales guardaban, como lo hacen este tipo de objetos, una historia cuidadosamente organizada de nuestro pasado.

Todo esto debe sonar muy arcaico y sin sentido para una persona de la generación Z que labora y que se va a trabajar a la nube. ¿Qué es este papeleo del que estás hablando?, preguntan. Con este “papeleo” que supuestamente alguna vez hizo la gente, ¿no se perdían, olvidaban u omitían cosas? La respuesta: sí, a veces.

En la actualidad, la gente funcional de la era digital no tiene que lidiar con nada de esto. Tiene escaneos de todo lo que necesitan hospedados en espacios virtuales. Puede imprimir documentos cuando sea necesario, aunque esto, en esencia, significa nunca, pues los escaneos simplemente se pueden transferir de un lugar a otro por medio de rutas seguras y protegidas con contraseñas y luego almacenar en una variedad de memorias (USB, discos duros, unidades compartidas).

Sin duda así se está más organizado. Sin duda es más eficiente y seguro. Sin duda es más limpio y más amigable con el medioambiente (en especial si ignoramos la energía que se necesita para mantener funcionando los servidores). Sin embargo, al no poder encontrar estas cosas —ya fuera porque así tenía que ser o no— también significa que hemos perdido algo.

Por más extraño que parezca, un buen sistema de archivística podría ser inspirador. Durante tres meses, trabajé en Time Inc. con una mujer llamada Charlotte, cuya habilidad para coordinar el papeleo con colores me dejó con un sentimiento estremecedor de inferioridad, pero me despertó cierta ambición para organizar mis cosas de una manera más lógica y accesible. Aunque parece oneroso, el proceso mismo de archivar cosas físicamente te ayuda a organizar tu vida laboral y tu vida real. Del mismo modo que la gente adquiere y retiene mejor la información cuando la escribe a mano en vez de hacerlo con un teclado, revisar papeles y colocarlos a mano en un espacio físico refuerza la información.

Para quienes tienen una orientación táctil o visual, ordenar documentos en un lugar particular les deja una huella en el cerebro: la esquina doblada, el peso y olor del papel. “Recuerdo que puse ese memorando con la tabla por aquí atrás”, te dirás a ti misma, para hacerte paso hasta el final del fichero K-M.

En las extrañas ocasiones en las que me he metido en esos gabinetes ahora apilados en el garaje, encontré un trabajo final para una clase de antropología que había olvidado o un recorte del periódico de mi ciudad natal sobre el huracán que derribó el árbol de nuestro patio de enfrente, y me transporté: un zumbido de nostalgia o el alivio de pensar “qué bueno que ya no soy esa persona” al toparme con algunos recuerdos juveniles. Pero no te topas con ese tipo de cosas en la nube entre los iconos uniformes con la imagen de una carpeta, ni abres su contenido con cuidado para descubrir que tiene un garabato inesperado en la parte de atrás. Le hemos cerrado la puerta para siempre a todo eso

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