Por Fernando Velásquez V.
Una oleada de “redentores” y “prohombres”, que emergen como sacados de la manga del saco de un mago, se tomó el liderazgo de las naciones a lo largo de las últimas décadas en medio de un planeta en crisis; aparecieron, pues, las corrientes que, como señala el Papa Francisco en su Encíclica Fratelli Tutti, producen la división del mundo entre populistas y no populistas. Y ello, va de la mano de un debate que invade al lenguaje en general y a los medios de comunicación en particular, mediante el cual se expresa una de las polaridades de esa sociedad dividida; es más, ahora se pretende clasificar a los seres humanos, agrupaciones, sociedades y gobiernos a partir de esa división binaria y, dice con desazón el Pontífice, “ya no es posible que alguien opine sobre cualquier tema sin que intenten clasificarlo en uno de esos dos polos, a veces para desacreditarlo injustamente o para enaltecerlo en exceso”.
El populismo, téngase en cuenta, se teje no solo en torno al miedo social, a la construcción de chivos expiatorios y a la amenaza de las catástrofes, sino que mediante él se pretende satisfacer las demandas de quienes quieren los cambios y con ese pretexto sus líderes aprovechan para asegurar su preeminencia en el entorno social. Por ello, si se quiere formular un decálogo que caracterice el agudo asunto, acompañados de Vallespín y Martínez-Bascuñán se puede decir lo siguiente: este fenómeno no puede ser entendido como una determinada ideología porque es una verdadera lógica de acción política; es más, estos movimientos se corresponden con procesos de brusca transformación social ante los cuales se reacciona invocando la necesidad de revertir la situación.
Igualmente, esa repulsa se manifiesta a través de una descripción del momento en el cual nos encontramos perlada de tintes dramáticos y con un estilo que se impregna de negatividad, indignación y un espíritu cuasitrágico respecto del estado del país, que clama por la restauración del orden perdido. Además, se apela al “pueblo” que es su concepto central y el más difícil de precisar y especificar; así mismo, dicho sujeto político totalizador se edifica a través de la construcción de un antagonista que posibilita el enfrentamiento. De este modo, como el populismo reniega de la visión pluralista de la sociedad propia de las construcciones demoliberales, su punto de mira se centra en la polarización del colectivo porque allí obtiene sus mejores réditos.
A ello añádase que la apelación al pueblo y el señalamiento de un antagonista se envuelve en un cuadro general de emotividad traducido en rabia o furia, pero también en rizados llamados a la esperanza y al entusiasmo que se deben depositar en los nuevos mensajeros o iniciados; es más, por eso el discurso esgrimido es sencillo, si se quiere simplificador. Incluso, como se escuda en las emociones de la colectividad y la arenga se simplifica, sus promotores acuden a una «guerra de representaciones» con quienes les compiten.
De esta forma, los rasgos ya dichos evidencian que al modelo demoliberal no se le confronta con un diseño alternativo de contornos claros y definidos, porque la tarea urgente es poner al líder en un lugar central y desmantelar a los poderes intermedios. Nuestro país, por supuesto, no es ajeno a esta problemática que todo lo arrolla a su paso: para entenderlo, obsérvese la forma como las agrupaciones políticas se pelean por gobernar; el populismo es una de las herramientas disponibles y su empleo, más allá de la razón, puede hacer naufragar la poca legalidad existente.
Con ello peligra de forma muy grave la democracia y, así formalmente subsistan las instituciones, la verdad es que la organización social se abalanza al precipicio porque la adopción de las decisiones políticas no es fruto del pluralismo; penosamente, pues, se percibe un régimen que contradice su propia función, una forma política que de «república» apenas sí conserva su desteñido nombre.