Hasta límites insospechados ha llegado la voracidad del Estado con la puesta en vigencia de la Ley 1943 de 2018, “por la cual se expiden normas de financiamiento para el restablecimiento del equilibrio del presupuesto general y se dictan otras disposiciones”. Ella, amén de crear un gravoso impuesto extraordinario al patrimonio, dispone en su artículo 53 que en la transferencia de activos y valores comerciales en operaciones sobre bienes y servicios, “el precio de la enajenación es el valor comercial realizado en dinero o en especie”; por eso, en el caso de los inmuebles ya no es el monto catastral. Esto tiene enormes repercusiones: incrementa los rubros notariales y los impuestos a las transacciones; sube los avalúos catastrales; amplía el impuesto a la renta; encarece la compraventa de los inmuebles. Y tiene un efecto perverso: paraliza las ventas de bienes raíces y genera una afectación muy grave a la industria de la construcción.
Además, el artículo 63 (en parte modificatorio del anterior artículo 434A del Código Penal) castiga la omisión de activos, la presentación de un menor valor de los activos declarados o la declaración de pasivos inexistentes, con penas entre 48 y 216 meses de prisión y multa del 20 al 30 % aunque la acción penal solo se inicia “previa solicitud del Director General de la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales –DIAN– o la autoridad competente, o su delegado o delegados especiales” acorde con criterios borrosos (“criterios de razonabilidad y proporcionalidad”) que solo encubren el enorme poder coaccionador ejercido sobre los infractores, obligados a pagar los tributos so pena de enfrentar la ley penal y poder beneficiarse, así, de la extinción de la acción penal.
Pero, además, y esto sí es nuevo, se introduce como punible la defraudación o evasión tributaria, conducta con la cual se castiga al contribuyente que, en forma dolosa, no declara pese a estar obligado a ello, o cuando en una declaración tributaria omite ingresos o incluye costos o gastos inexistentes; así mismo, cuando reclama créditos fiscales, retenciones o anticipos improcedentes, “y se liquide oficialmente por la autoridad tributaria un mayor valor del impuesto a cargo por un valor igual o superior a 250 salarios mínimos legales mensuales vigentes e inferior a 2500 salarios mínimos legales mensuales vigentes”. Las sanciones consisten en penas privativas de la libertad de 36 a 60 meses y multa del cincuenta por ciento (50 %) del mayor valor del impuesto a cargo determinado, pero ellas se incrementan en la tercera o en la mitad del guarismo respectivo según el monto de los salarios mínimos defraudados. En todo caso, rige la condición de procedibilidad mencionada y existe la posibilidad de extinguir la acción penal.
El Estado, pues, se llena las arcas a costa de las clases media y baja –las que en realidad tributan–, de los pequeños empresarios, de los profesionales independientes (convertidos en “chepitos” de la Dian), jubilados, y de los trabajadores cuyos salarios e ingresos son fieramente castigados, para destinarlos a mantener haraganes, financiar a criminales y gastárselo a manos llenas en medio de una corrupción galopante. Y esto va de la mano de los desafueros observados en materia de pagos parafiscales: hoy es necesario sufragar varias veces los recaudos para salud (un profesional independiente cancela por cada asesoría como si la asistencia sanitaria no fuera para él sino para los servicios que presta o sus trabajos, etc.; y, ¡ay de él si tiene pensión y/o algún trabajo fijo!).
En fin, se observa una progresiva e infame escalada gestada durante los últimos años contra los más indefensos que privilegia a los grandes potentados quienes tienen todas las posibilidades de evadir tributos y, así, sostener un Estado alcabalero, con una deuda pública externa de 135 mil millones de dólares. Por eso, pues, en estos momentos mucho se recuerdan las predicas de Henry David Thoureau cuando dice que la dosebediencia es un deber ante la ignominia.