Por Carlos Alberto Giraldo M.
Jamás en los últimos 40 años el país había sentido tanta convulsión. Es como despertar de una larga anestesia tras la cual los órganos vitales y los músculos (muy en especial el cerebro y el corazón) salen de una atrofia que parecía indefinida. Oír y ver cacerolazos incluso en algunas edificaciones y sitios públicos de El Poblado y Envigado, en Medellín, abre un interrogante del tamaño del mapa de nuestra inercia.
¿Es el extraño e inesperado agotamiento de la indiferencia? ¿Es el golpe de opinión ciudadano a una clase política incapaz, de partidos fracasados y una estela de actos de corrupción desvergonzados?
Esa cara de la protesta pacífica, sumada a la de la fiesta popular de reclamos del pasado jueves, abre una baraja de preguntas sobre el rumbo que debe encontrar el país en un gran diálogo nacional. Una reflexión amplia, integradora, constructiva y diversa. Democrática en la profundidad de su acepción.
Pero de otro lado, surge con oportunismo un liderazgo destructivo, odioso, de lucha de clases que quiere convertir en llamas y saqueos el descontento popular. Se trata de un explosivo armado con la pólvora negra de un antagonismo interesado en convertir en metralla al “lumpenproletariado”. Reclutar a quienes el sistema ha degradado y deformado en su humanidad, a quienes les han sido aniquilados los sueños, para que se venguen y ayuden a instalar un nuevo orden azaroso e impredecible. ¿Les suena parecido el modelo desastroso de Venezuela los últimos 20 años con caudillos espurios como Chávez, Maduro y Cabello?
No hay que desconocer ni desatender esta movilización que refleja un cansancio y una exigencia de que se escuchen causas ciudadanas legítimas en cualquier Estado decente, consciente de los mínimos que hacen digna la vida: servicios públicos masificados (agua, alcantarillas, comunicación y conectividad); educación gratuita y de calidad para los estratos de menores ingresos, transporte y movilidad accesibles para el grueso de la fuerza laboral y estudiantil, salarios y pensiones superiores a las variables y valores del costo de vida. Y salud: una atención médica que sea derecho reconfortante, que alivie, no una limosna que indisponga más.
Hay que saludar las voces que hablan de un diálogo nacional inteligente, de reinvención y avance. De ajuste y perfeccionamiento en democracia. Hay que desoír a quienes buscan incitar al odio y picar al toro de la miseria para que embista todo a su paso: ¿alguien quiere más bogotás ardiendo, despedazadas?
Hay quienes en Venezuela, de buena fe, alentaron el Socialismo del Siglo XXI y hoy viven un exilio amargo, cercenados por un sistema solo capaz de ahondar pobrezas, fragmentaciones y polaridades dañinas. Un discurso mellado de lucha de clases que convirtió la patria de Bolívar en una pocilga sin un proyecto de convivencia y prosperidad colectivas. En esta efervescencia, hay que esquivar a los profetas del caos cuyo mejor argumento es incitar a la violencia. Que broten voces reposadas de sensatez política y generosidad humana para discutir los problemas de Colombia y hallar las soluciones.