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ENTRE VICTORIAS Y DERROTAS

Por Fernando velásquez

fernandovelasquez55@gmail.com

Ver coronado como campeón del Tour de Francia a Egan Bernal Gómez en plenos Campos Elíseos, es un acontecimiento de esos que marca nuestras vidas y, como decía Julio Arrastía Bricca –el magnífico entrenador y comentarista argentino fallecido hace 16 años–, es una de las pocas cosas que uno añora ver antes de partir sin retorno. Este hecho, desde luego, va de la mano de otro resonado éxito del deporte nacional que ha tenido lugar estos días, gracias a los jóvenes Juan Sebastián Cabal y Robert Farah quienes ganaron el torneo de dobles masculino de Wimbledon, la meca mundial del tenis, algo que tal vez nunca se vuelva a repetir.

Se trata, entonces, de un par de acontecimientos que llenan de emoción e inflaman el corazón casi hasta hacerlo estallar, porque los vencedores son ciudadanos buenos quienes le dicen al mundo que también se puede sobresalir sin ser malhechores; que los sueños se cumplen cuando se trabaja con honestidad, humildad, pundonor, coraje, tezón, disciplina y lucha. Sucesos como esos hacen que las nuevas generaciones crean en su país porque no todo está perdido y, obsérvese, las invita a rechazar esta máquina infernal de corrupción, pillaje, mediocridad, bajeza, materialismo y ruindad espiritual en la cual estamos inmersos; al mismo tiempo, ello es también un llamado de atención a las clases dirigentes quienes, de una vez por todas, tienen que someter a los violentos, hacer los necesarios cambios sociales y políticos, y entender que el actual baño de sangre, barbarie y aplastamiento de los derechos humanos, tiene que cesar.

Como es obvio para el logro de esa meta se requiere el concurso de todos, incluidos algunos medios de comunicación social quienes –mientras nuestros deportistas enaltecían al país– aprovecharon esta oportunidad para pintarnos el mundo de Alicia en el País de las Maravillas y, como es usual cuando este sucede, dejaron sepultados en el último lugar de sus informativos los homicidios de los líderes sociales y las protestas airadas de muchas personas que rechazaban el actuar de esos bandidos organizados quienes –de forma sistemática y progresiva– quieren borrar de la faz de la tierra a todos los que denuncian o luchan por sus derechos, sin que las autoridades legítimas se comprometan de verdad con la defensa de la vida porque todo se queda en falsos discursos legitimantes o en promesas boleras que solo sirven para legitimarse internacionalmente.

Quieren, pues, que olvidemos el oprobio y la saña de los malévolos que han anegado el país en sangre y, por donde desfilan, dejan un reguero de victimas que lloran a sus interfectos y reclaman justicia a gritos; esas que, de manera muy dura, con profunda tristeza, rabia y dolor –al mismo tiempo con mucha belleza–, muestran otros colombianos como Jesús Abad Colorado a través de sus exposiciones fotográficas y documentales, quien también durante los últimos meses nos ha sacudido hasta lo más profundo de nuestras fibras, porque no quiere que sepultemos en el olvido a los que sufren tantos atropellos y sinsabores.

En ese ámbito, entonces, este par de triunfos atléticos deben ser valorados y asumidos en toda su real dimensión, pero ellos no deben ser el pretexto para acallar los gritos de los sacrificados ni enaltecer las conductas de los saqueadores del erario; las actuaciones de los que entregan nuestros recursos naturales a potencias extranjeras que solo dejan tierras inhóspitas; o los comportamientos de quienes, a punta de cultivos ilícitos o de retroexcavadoras, llenan sus arcas mientras demuelen el paisaje, envenenan el aire, matan la flora y la fauna, y convierten los ríos en un mar de mercurio, desechos tóxicos y lejanías. En fin, celebremos con exultación los éxitos de nuestros deportistas pero sin creernos los mejores del planeta ni exagerar sus grandes conquistas, porque hoy tenemos el inmenso reto de construir un país en paz en el cual todos quepamos y donde sea posible bordar nuestros sueños.

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